Se fue
disipando la niebla, y el intrépido guerrero pudo contemplar por fin el
lugar donde se encontraba. Con absoluta serenidad dirigió su
mirada hacia los sabios ancianos, mientras estos no dejaban de
manifestar la sorpresa en sus rostros. Aquiles apretó la lanza, sopesó
el enorme escudo y sacudió suavemente el pesado casco. No había
ningún guerrero enemigo a la vista, ninguna batalla lo rodeaba, no
había señales de armas o de ejército.
Con esa capacidad que siempre
había tenido, el poderoso Aquiles hizo conciencia con rapidez de dónde
se encontraba. Un gran espacio llano, con el suelo seco, sin
vegetación, y más allá las primeras casas de la gran ciudad, Atenas.
Su tamaño había aumentado enormemente desde la última vez que la
había visto y sobre la colina podía divisar un magnífico templo y una
gigantesca estatua de Atenea, pero era capaz de reconocer la ciudad, no por
la imagen que conservaba en la memoria, sino por una certeza intuitiva.
Era el inicio de la primavera y se acercaba la hora del mediodía.
Observó con más detenimiento a los nueve ancianos. También había un
joven, y a su lado, en el suelo... una tortuga.
Agarró con firmeza la lanza, le
dio la vuelta, y con un golpe súbito la clavó en el suelo, a su lado.
El asta permaneció vibrando unos momentos. Dejó el escudo apoyado en
la lanza y se quitó el casco, sosteniéndolo en su mano izquierda,
junto a su corazón. Luego volvió a dirigir una mirada fiera e
interrogante a los que le rodeaban.
El más anciano de todos, aquél
cuya barba llegaba casi al vientre, se acercó con respeto y una sombra
de temor en los ojos, y empezó a hablar, diciendo: -Bienvenido
entre nosotros, oh Aquiles, hijo de Peleo, y permite que me presente. Mi
nombre es Parménides y soy natural de Elea. Si te encuentras aquí, ha
sido gracias a las artes mágicas de nuestra compañera, la sacerdotisa
Tesonia, que sirve devotamente en el templo de la Diosa Perséfone. Se
nos ha permitido convocarte durante una hora en el mundo de los vivos
para que nos resuelvas una cuestión de vital importancia para nuestro
pensamiento. -Antes de que
prosigas, anciano -respondió Aquiles-, te ruego me digas en qué época
me hallo, porque el lugar lo conozco, y veo, si no me engañan mis ojos,
que nos encontramos junto a la ciudad de Atenas. Y también te ruego que
me digas prontamente el motivo de mi convocatoria, por qué he tenido que abandonar los Campos Elíseos y el Reino de Hades, en el que me
encontraba desde aquel lejano día en el que la bien dirigida flecha del
troyano Paris atravesó mi talón. Porque yo siempre fui un guerrero,
pero no veo señales de batalla, ni ejército, y sospecho que no me
necesitáis para que os ayude y os dé la victoria frente a algún
odiado enemigo. -Estás en lo
cierto, glorioso Aquiles, ya que gracias a la misericordia de los Dioses
estamos ahora en paz con el resto de las ciudades griegas, y solo
soportamos la amenaza del imperio de los persas, y hasta ahora hemos
salido victoriosos en las batallas que nos han enfrentado. Han pasado
casi mil años desde que fueron destruidos los poderosos muros de Troya,
y el motivo que nos ha movido a llamar tu presencia se debe únicamente
a una duda planteada por mi discípulo, compañero y compatriota Zenón,
duda que conmueve todo nuestro pensamiento y nos hace tambalear en la
comprensión del mundo que nos rodea. Tanta ha sido la polémica que
Zenón ha causado entre los hombres más sabios de toda Grecia, que
reuniéndonos aquí en la que ahora es la ciudad más importante de
todas, faro de la cultura y el saber, hemos decidido resolver la
cuestión, sea como sea. Y el problema que Zenón nos ha planteado te lo
declarará él mismo, si así lo decide, porque todos estamos de acuerdo
en que es osado en extremo, no sólo en sus razonamientos, sino en
exigir la convocatoria de un guerrero mítico como tú, para que
abandones la morada del otro mundo y compartas unos momentos con
nosotros de regreso al mundo de los vivos. En
esto, Parménides se volvió y miró fijamente a uno de los hombres que
permanecían apartados y en silencio. Este hombre de mediana edad y
cabellos oscuros era Zenón de Elea, quien con la cara demudada y el paso
vacilante, se acercó a Aquiles ante la expectación de los ancianos. -En
verdad he de confesar -dijo con voz temblorosa- que me ha abandonado
gran parte del ánimo desafiante que tenía hasta estos momentos, y
delante de la impresionante figura del guerrero más poderoso de cuantos
han existido siento cómo me flaquean las piernas y toda la seguridad de
la que antes gozaba se ha derretido como la escarcha bajo los rayos del
sol. -Tú que te llamas
Zenón -exclamó Aquiles con voz severa y bronca-, te invito a que
hables pronto y te expliques, y no me hagas perder más tiempo, porque
es muy costoso hacerme venir desde las estancias de los muertos, y estas
cosas no han de tomarse a la ligera. Y aún más, porque si no lo haces,
corres el riesgo de hacerme estallar en cólera, y recuerda que la cólera de Aquiles
fue de gran perjuicio para los griegos ante las murallas de la capital
troyana, y muy mal les hubiera ido si no fuera por la muerte de mi amigo
Patroclo, que me hizo buscar venganza en el insigne Héctor, el de
mirada fiera. Así que, ¡habla! y lo que tenga que ser se hará. -Superando
mi temor y mi vergüenza, te explicaré mis afirmaciones, oh Aquiles de
poderosos brazos -contestó Zenón-. Mi pensamiento es éste: que no
existe el movimiento, y que todo lo que nos parece movimiento no es más
que una ilusión. Me atrevo a afirmar que nada se mueve, aunque nos
parezca lo contrario, porque puedo razonar que el movimiento es de todo
punto imposible. Y cuando me presenté ante la asamblea de los sabios
aquí en la capital ateniense, tuve el atrevimiento de afirmar que si se
hiciera una competición entre el corredor más veloz de toda Grecia y
una tortuga, si a la tortuga se le daba una ventaja inicial, entonces el
corredor no podría alcanzarla nunca. Y la demostración lógica con la
que apoyé mis afirmaciones fue la siguiente: supongamos que la tortuga
camina a una velocidad diez veces inferior a la del corredor. Si al
corredor se le coloca cien pasos detrás de la tortuga, para alcanzarla
ha de atravesar esos cien pasos, pero en el tiempo en que lo hace, la
tortuga ha avanzado diez pasos, y se encuentra todavía delante del
corredor. Y cuando el corredor avanza esos diez pasos que aún le
faltan, la tortuga ha avanzado un paso, y el corredor todavía no la
puede alcanzar. Y cuando el corredor avanza el paso que le falta, la
tortuga avanza un décimo de paso y aún se encuentra delante, y así
sucesivamente. Ya que cuando el corredor atraviesa la distancia que le
separa de la tortuga ésta aprovecha para avanzar, nunca va a poder
alcanzarla, jamás lo logrará, porque antes tiene que atravesar un
sinnúmero de etapas, infinitas, siempre detrás del animal, y por ser
las etapas infinitas, por mucho que quiera, no logrará cubrirlas todas. Por
unos momentos Aquiles pareció perplejo, porque seguía con atención el
razonamiento que le explicaban, y tras una pausa siguió diciendo
Zenón: -Tanta ha sido la
polémica que se ha creado por lo que yo afirmaba, que los hombres
sabios me han vituperado y desafiado, y en el acaloramiento de la
discusión me atreví a afirmar que si a la tortuga se le daba ventaja
ni el mismo Aquiles sería capaz de alcanzarla, porque es fama desde
tiempos inmemoriales que tú fuiste el corredor más rápido además del
mejor guerrero. Y tanto se porfió y tanto debatimos que al final nos
pusimos de acuerdo en hacer la prueba y que tenía que ser el mismísimo
Aquiles el que la realizara. Y así te hemos convocado para que
aparezcas, glorioso hijo de Peleo, con la ayuda de Tesonia, mujer sabia
y sacerdotisa de lo oculto, aquí presente. Al
decir esto, una mujer anciana vestida de oscuro agachó la cabeza como
saludo al temible guerrero. Un
silencio tenso recorrió a todos cuando observaron la expresión de
aquél que había regresado de entre los muertos. En su rostro se iba
reflejando una ira creciente, y Parménides y Zenón, casi sin darse
cuenta, dieron unos pasos atrás. Pero como cuando una nube negra y
espesa se va desplazando y detrás de ella aparece el disco solar, la
cara de Aquiles se fue distendiendo hasta mostrar una expresión de
humor. -¡Qué osado eres, oh,
Zenón! -dijo con fuerza, reprimiendo la risa- Por lo que he entendido,
me has traído aquí tan solo para que participe en una carrera, en una
carrera con una tortuga. Osado, sí, osado como todos los hombres de
esta época, que ya se están atreviendo a dudar hasta de la misma
existencia de los Dioses. Has tenido suerte, porque la idea me ha hecho
gracia, y he comprendido tu razonamiento. Acepto el reto. Correré la prueba, aunque
solo sea por volver a sentir los músculos y los huesos moviéndose con
libertad y con fuerza para desplazarme sobre el duro suelo del mundo de
los vivos. Todos los
presentes respiraron tranquilos y se sonrieron mientras Aquiles
depositaba en el suelo su casco y se acercaba a la tortuga y al joven
que se encontraba a su lado. Le preguntó cómo se llamaba, y el joven
le respondió que era Sócrates de Atenas. -Bien,
joven Sócrates -le dijo Aquiles-. Ayúdame a desatarme la coraza y las
grebas, para que así, desprovisto del pesado bronce pueda correr más
desembarazado y sea capaz de dar alcance a esa escurridiza tortuga de la
que habla Zenón, pues por lo que hemos oído más que tortuga parece
veloz leopardo o águila que se deja caer desde altos riscos, con
velocidad infinita, para atrapar inexorablemente a su presa. No hemos de
dar ventaja a tan endiablado animal, y aún es más, y es que podría
ser que en el tiempo que llevo en los Campos Elíseos en compañía de
mi amada Briseida puede que las tortugas hayan aprendido a correr como
gacelas y me lleve una sorpresa y sea derrotado donde más segura creo
tener la victoria. Mucho se
rió Sócrates mientras ayudaba a Aquiles, y cuando terminó fue él
mismo el que se encargó de contar los cien pasos, llevando a la
tranquila tortuga en brazos a través de la explanada, y la colocó
suavemente en el suelo, y el héroe, vestido tan solo con una
túnica corta y unas sandalias, efectuaba unos ejercicios de
calentamiento. Mientras tanto, algunos ancianos, entre ellos Parménides
y Zenón, caminaron hasta el final de la explanada, para contemplar de
cerca la llegada de Aquiles. Cuando
todo estuvo preparado, se dio la señal de salida, y Aquiles partió
como un rayo. Jamás antes se había visto correr tan rápido a un
atleta, y jamás se volvería a ver. Sus pies parecían no tocar el suelo y
apenas levantaban polvo. En ese mismo momento Sócrates liberó al
quelonio y lo azuzó, animándole con gestos y gritos, y parecía que el
animal lo entendía, porque desarrollando una velocidad inesperada
comenzó a caminar a buen paso, casi a la velocidad a la que van los
hombres y las mujeres cuando pasean por los jardines. Pero era evidente
que en breves momentos Aquiles le iba a dar alcance, pues se acercaba
con sus grandes zancadas a toda velocidad. En un instante el
guerrero alcanzó al animal y pasó como una exhalación junto a él,
dejándolo atrás, mientras Sócrates se entretenía en señalar el sitio justo en
donde se había producido el adelantamiento. El
hijo de Peleo y Tetis disminuyó su carrera hasta pararse, y respirando
con fuerza, se deleitó unos momentos en el esfuerzo, porque era una
grata sensación volver a sentir los latidos del corazón y el fresco
aire entrando en los pulmones. Los sabios se acercaron, y
esperaron a que se recuperara de la carrera. -Decidme
qué os ha parecido, atenienses -exclamó Aquiles recuperando el
aliento-, y si es verdad que he podido superar a la tortuga en mi
carrera o no pude alcanzarla por culpa de la ventaja que le di
inicialmente. En esto se
acercó Sócrates, portando en sus brazos al tranquilo animal, y se
apresuró a contestarle al vencedor de Héctor: -Por
todos los Dioses, que ha quedado claro cómo sí es posible el
movimiento y cómo Aquiles adelanta a la tortuga, porque yo mismo estaba
en el lugar justo donde se produjo el adelantamiento, y lo he señalado
con precisión. Y puedo decir que está a ciento once pasos y un poco
más de la salida. Y a
las palabras que pronunció el joven Sócrates todos los ancianos dieron
su aprobación. Después Parménides dijo: -Gracias
te damos, oh Peleida, de la demostración práctica que nos has hecho, y
que derrumba los razonamientos de Zenón, porque hemos podido comprobar
todos que no has tenido dificultad en superar a la tortuga, como ya
sospechábamos, aunque no hemos logrado todavía vencer a Zenón con
ayuda de razonamientos lógicos. -Déjame
decirte, anciano, que el aquí presente, Zenón, hace un razonamiento
correcto -dijo Aquiles-. Su razonamiento es correcto, pero incompleto.
Con la capacidad que me da el pertenecer a un mundo que ya no está
regido por las leyes del tiempo, puedo predeciros que esto que aquí
hemos demostrado será recordado en tiempos venideros, y que llegarán
otros sabios capaces de completar el razonamiento de Zenón y de llegar
a donde vosotros ahora no podéis. Porque de la misma forma que Aquiles
ha sido capaz de alcanzar a la tortuga en la realidad, corriendo con
ella, también será Aquiles capaz de alcanzarla en el mundo de la
lógica, cuando llegue el momento. En
esto intervino Zenón, y dijo: -Glorioso
Aquiles, acepto la carrera que has realizado, y tu triunfo, pero no por
eso dejo de pensar que tiene que haber algo de verdad en todo lo que he
razonado, y permíteme que siga siendo osado y te pregunte directamente,
ya que vienes de un lugar en el que reinan otras leyes y en donde lo
pasado y lo futuro se entremezclan, cuál es el fallo de mi
razonamiento, o, si hay algo de verdad en pensar que el movimiento es
ilusorio. -No es mi
cometido entrar en el mundo del pensamiento lógico. Fui convocado por
ser el mejor corredor de la historia de Grecia, y he corrido para
vosotros. Y en cuanto a la ilusión, no sólo el movimiento es ilusorio,
sino todo este mundo lo es, y lo que aquí os parece verdadero con toda
certeza, muchas veces no lo es, y el ser humano a menudo se deja
engañar por sus sentidos y por su lógica. Por eso os digo, a vosotros ancianos,
que el mundo de la lógica tiene sus límites. ¿Y qué, si no, es más
ilógico que sacar a un héroe del mundo de los muertos para traerlo
aquí al mundo de los vivos? Pero siento que mi tiempo se acaba y he de regresarme. Aquiles
caminó acompañado por los sabios hasta donde había dejado su
armadura, y de nuevo con la ayuda de Sócrates, se la colocó. -Debo
confesaros, atenienses -dijo el Peleida mirándolos a todos-, que me ha
gustado estar entre vosotros, aunque solo sea por unos instantes. Luego
se dirigió al joven que le había estado ayudando discretamente, como
un escudero a su caballero andante, y le dijo: -A
ti, joven Sócrates te vaticino que llegarás a ser un gran hombre,
maestro de generaciones futuras, y que serás recordado por tus
pensamientos, lo mismo que yo soy recordado por mis acciones. Ahora tengo
que irme. Adiós, y que los Dioses os sean propicios. En
ese momento se formó una espesa niebla junto a él, y al verla se colocó
el casco, agarró el escudo y la lanza e introduciéndose en la mágica
bruma desapareció de la vista de los mortales. |