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Martí, el periodista
La verdad sobre los
Estados Unidos
(Patria,
Nueva York, 23 de marzo de 1894. Obras Completas, tomo 28, Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana 1975, páginas 290-294)
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Es preciso que se
sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos. Ni se debe exagerar
sus faltas de propósito, por el prurito de negarles toda virtud, ni se ha de
esconder sus faltas, o pregonarlas como virtudes. No hay razas: no hay más que
modificaciones diversas del hombre, en los detalles de hábito y forma que no
les cambian lo idéntico y esencial, según las condiciones de clima e historia
en que viva. Es de hombres de prólogo y superficie–que no hayan hundido los
brazos en las entrañas humanas, que no vean desde la altura imparcial hervir en
igual horno las naciones, que en el huevo y tejido de todas ellas no hallen el
mismo permanente duelo del desinterés constructor y el odio inicuo, –el
entretenimiento de hallar variedad sustancial entre el egoísta sajón y el egoísta
latino, el sajón generoso o el latino generoso, el latino burómano o el burómano
sajón: de virtudes y defectos son capaces por igual latinos y sajones. Lo que
varía es la consecuencia peculiar de la distinta agrupación histórica: en un
pueblo de ingleses y holandeses y alemanes afines, cualesquiera que sean los
disturbios, mortales tal vez, que le acarree el divorcio original del señorío,
y la llaneza que a un tiempo lo fundaron, y la hostilidad inevitable, y en la
especie humana indígena, de la codicia y vanidad que crean las aristocracias
contra el derecho y la abnegación que se les revelan, no puede producirse la
confusión de hábitos políticos, y la revuelta hornalla, de los pueblos en que
la necesidad del conquistador dejó viva la población natural, espantada y
diversa, a quien aún cierra el paso con parricida ceguedad la casta
privilegiada que engendró en ella el europeo. Una nación de mocetones del
Norte, hechos de siglos atrás al mar y a la nieve, y a la hombría favorecida
por la perenne defensa de las libertades locales, no puede ser como una isla del
trópico, fácil y sonriente, donde trabajan por su ajuste, bajo un gobierno que
es como piratería política, la excrecencia famélica de un pueblo europeo,
soldadesco y retrasado, los descendientes de esta tribu áspera e inculta,
divididos por el odio de la docilidad acomodaticia a la virtud rebelde, y los
africanos pujantes y sencillos, o envilecidos y rencorosos, que de una
espantable esclavitud y una sublime guerra han entrado a la conciudadanía con
los que los compraron y los vendieron, y, gracias a los muertos de la guerra
sublime, saludan hoy como a igual al que hacían ayer bailar a latigazos. En lo
que se ha de ver si sajones y latinos son distintos, y en lo que únicamente se
les puede comparar, es en aquello en que se les hayan rodeado condiciones
comunes: y es un hecho que en los Estados del Sur de la Unión Americana, donde
hubo esclavos negros, el carácter dominante es tan soberbio, tan perezoso, tan
inclemente, tan desvalido, como pudiera ser, en consecuencia de la esclavitud,
el de los hijos de Cuba. Es de supina ignorancia, y de ligereza infantil y
punible, hablar de los Estados Unidos, y de las conquistas reales o aparentes de
una comarca suya o grupo de ellas, como de una nación total e igual, de
libertad unánime y de conquistas definitivas: semejantes Estados Unidos son una
ilusión, o una superchería. De las covachas de Dakota, y la nación que por
allá va alzándose, bárbara y viril, hay todo un mundo a las ciudades del
Este, arrellanadas, privilegiadas, encastadas, sensuales, injustas. Hay un
mundo, con sus casas de cantería y libertad señorial, del Norte de Schenectady
a la estación zancuda y lúgubre del Sur de Petersburg, del pueblo limpio e
interesado del Norte, a la tienda de holgazanes, sentados en el coro de
barriles, de los pueblos coléricos, paupérrimos, descascarados, agrios,
grises, del Sur. Lo que ha de observar el hombre honrado es precisamente que no
sólo no han podido fundirse, en tres siglos de vida común, o uno de ocupación
política, los elementos de origen y tendencia diversos con que se crearon los
Estados Unidos, sino que la comunidad forzosa exacerba y acentúa sus
diferencias primarias, y convierte la federación innatural en un estado, áspero,
de violenta conquista. Es de gente menor, y de la envidia incapaz y roedora, el
picar puntos a la grandeza patente, y negarla en redondo, por uno u otro lunar,
o empinársele de agorero, como quien quita una mota al sol. Pero no augura,
sino certifica, el que observa cómo en los Estados Unidos, en vez de apretarse
las causas de unión, se aflojan; en vez de resolverse los problemas de la
humanidad, se reproducen; en vez de amalgamarse en la política nacional las
localidades, la dividen y la enconan; en vez de robustecerse la democracia, y
salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la
democracia, y renacen, amenazantes, el odio y la miseria. Y no cumple con su
deber quien lo calla, sino quien lo dice. Ni con el deber de hombre cumple, de
conocer la verdad y esparcirla; ni con el deber de buen americano, que sólo ve
seguras la gloria y la paz del continente en el desarrollo franco y libre de sus
distintas entidades naturales; ni con su deber de hijo de nuestra América, para
que por ignorancia, o deslumbramiento, o impaciencia, no caigan los pueblos de
casta española, al consejo de la toga remilgada y el interés asustadizo, en la
servidumbre inmoral y enervante de una civilización dañada y ajena. Es preciso
que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos.
Lo malo se ha de aborrecer, aunque sea nuestro; y aun cuando no lo sea. Lo bueno
no se ha de desamar, sólo porque no sea nuestro. Pero es aspiración irracional
y nula, cobarde aspiración de gente segundona e ineficaz, la de llegar a la
firmeza de un pueblo extraño por vías distintas de las que llevaron a la
seguridad y al orden al pueblo envidiado:–por el esfuerzo propio, y por la
adaptación de la libertad humana a las formas requeridas por la constitución
peculiar del país. En unos es el excesivo amor al Norte la expresión,
explicable e imprudente, de un deseo de progreso tan vivaz y fogoso que no ve
que las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín,
para que prendan y prosperen, y que al recién nacido no se le da la sazón de
la madurez porque se le cuelguen al rostro blando los bigotes y patillas de la
edad mayor: monstruos se crean así, y no pueblos: hay que vivir de sí, y sudar
la calentura. En otros, la yanquimanía es inocente fruto de uno u otro saltito
de placer, como quien juzga de las entrañas de una casa, y de las almas que en
ella ruegan o fallecen, por la sonrisa y lujo del salón de recibir, o por la
champaña y el clavel de la mesa del convite:–padézcase; carézcase; trabájese;
ámese, y, en vano; estúdiese, con el valor y libertad de sí; vélese, con los
pobres; llórese, con los miserables; ódiese, la brutalidad de la riqueza; vívase,
en el palacio y en la ciudadela, en el salón de la escuela y en los zaguanes,
en el palco del teatro, de jaspes y oro, y en los bastidores, fríos y desnudos:
y así se podrá opinar, con asomos de razón, sobre la república autoritaria y
codiciosa, y la sensualidad creciente, de los Estados Unidos. En otros, póstumos
enclenques del dandismo literario del Segundo Imperio, o escépticos postizos
bajo cuya máscara de indiferencia suele latir un corazón de oro, la moda es el
desdén, y más, de lo nativo; y no les parece que haya elegancia mayor que la
de beberle al extranjero los pantalones y las ideas, e ir por el mundo erguidos,
como el faldero acariciado el pompón de la cola. En otros es como sutil
aristocracia, con la que, amando en público lo rubio como propio y natural,
intentan encubrir el origen que tienen por mestizo y humilde, sin ver que fue
siempre entre hombres señal de bastardía el andar tildando de ella a los demás,
y no hay denuncia más segura del pecado de una mujer que el alardear de
desprecio a las pecadoras. Sea la causa cualquiera, –impaciencia de la
libertad o miedo de ella, pereza moral o aristocracia risible, idealismo político
o ingenuidad recién llegada, –es cierto que conviene, y aun urge, poner
delante de nuestra América la verdad toda americana, de lo sajón como de lo
latino, a fin de que la fe excesiva de la virtud ajena no nos debilite, en
nuestra época de fundación, con la desconfianza inmotivada y funesta de lo
propio. En una sola guerra, en la de Secesión, que fue más para disputarse
entre Norte y Sur el predominio en la república que para abolir la esclavitud,
perdieron los Estados Unidos, hijos de la práctica republicana de tres siglos
en un país de elementos menos hostiles que otro alguno, más hombres que los
que en tiempo igual, y con igual número de habitantes, han perdido juntas todas
las repúblicas españolas de América, en la obra naturalmente lenta, y de México
a Chile vencedora, de poner a flor del mundo nuevo, sin más empuje que el
apostolado retórico de una gloriosa minoría y el instinto popular, los pueblos
remotos, de núcleos distantes y de razas adversas, donde dejó el mando de España
toda la rabia e hipocresía de la teocracia, y la desidia y el recelo de una
prolongada servidumbre. Y es de justicia, y de legítima ciencia social,
reconocer que, en relación con las facilidades del uno y los obstáculos del
otro, el carácter norteamericano ha descendido desde la independencia, y es hoy
menos humano y viril, mientras que el hispanoamericano, a todas luces, es
superior hoy, a pesar de sus confusiones y fatigas, a lo que era cuando empezó
a surgir de la masa revuelta de clérigos logreros, imperitos ideólogos, e
ignorantes o silvestres indios. Y para ayudar al conocimiento de la realidad política
de América, y acompañar o corregir, con la fuerza serena del hecho, el encomio
inconsulto, –y, en lo excesivo, pernicioso–de la vida política y el carácter
norteamericanos, Patria inaugura, en el número de hoy, una sección permanente
de «Apuntes sobre los Estados Unidos», donde, estrictamente traducidos de los
primeros diarios del país, y sin comentario ni mudanza de la redacción, se
publiquen aquellos sucesos por donde se revelen, no el crimen o la falta
accidental–y en todos los pueblos posibles–en que sólo el espíritu
mezquino halla cebo y contento, sino aquellas calidades de constitución que,
por su constancia y autoridad, demuestran las dos verdades útiles a nuestra América:–el
carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos–y la existencia,
en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes
de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos.
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