Completa
vindicación de los estudiantes fusilados en Cuba en 1871.- Asesinados por la
milicia.- Se llevará a cabo en New York una suscripción para erigirles un
monumento.
La
ciudad de la Habana ha sido en estos últimos días escenario de memorables
acontecimientos. La Lucha, el emprendedor periódico habanero al que
tanto crédito se debe por hacerle justicia a los cubanos, publica un relato de
los dramáticos incidentes que han llevado a vindicar la inocencia de los ocho
estudiantes de medicina que fueron oficialmente asesinados hace dieciséis años.
Estos
ocho estudiantes, de dieciséis a veintiún años de edad, después de una farsa
judicial, celebrada bajo la presión de las turbas, fueron muertos en medio de
frenéticos aplausos y otros treinta y uno fueron enviados a Presidio por el
supuesto crimen de haber profanado el sepulcro de Gonzalo Castañón, un
periodista mal aconsejado que, a consecuencia de una disputa con partidarios de
los revolucionarios, fue muerto en Key West algunos meses antes. La bóveda no
mostraba la más ligera huella de profanación, y una raya hecha mucho antes en
el cristal que cubre las ofrendas florales fue todo lo que pudo ser atribuido a
una mano irrespetuosa, si no hubiera estado cubierta por el moho el día de los
hechos.
SÓLO
LOS CUBANOS SON CULPABLES
Los
españoles que había entre los estudiantes fueron puestos en libertad. Uno de
los estudiantes fusilados ni siquiera estaba en el cementerio en la fecha de la
alegada profanación. Tan sólo Federico Capdevila, un noble oficial del ejército,
encargado de la defensa de los estudiantes, tuvo el coraje de pronunciar en el
juicio unas pocas y valientes palabras, por las que escasamente escapó de pagar
con su vida a manos de la turba, poco dispuesta a aceptar algo que no fuera un
final sangriento.
El
general Crespo, que estaba a la cabeza del gobierno y que firmó la sentencia de
muerte estando convencido de la infamia, ha dicho que “para hallar una
comparación apropiada a las proposiciones que le hicieron algunos de los
dirigentes de los amotinados sería necesario retroceder a los días más negros
de la Revolución Francesa”. Son, ciertamente, las palabras del General las
que usamos aquí. Miles de hombres armados llenaban las calles día y noche,
rodeaban la prisión, colmaban los corredores del palacio de gobierno, gritaban
continuamente pidiendo la muerte de los estudiantes y lograron que el gobierno
cediera a sus demandas encubierto por un juicio en consejo de guerra que celebró
sus sesiones amenazado por las bayonetas de los quebrantadores de la ley.
El
hijo de uno de los más impetuosos de entre estos, un muchacho de dieciséis años,
que había cogido una flor en el jardín del cementerio, fue el primero escogido
para ser fusilado, y ello, por añadidura, con los mismos rifles a cuya compra
su acaudalado padre había contribuido generosamente. Cuatro de sus condiscípulos
que habían estado jugando con una carretilla, le siguieron inmediatamente. Se
ha dicho que el indigno tribunal se había comprometido con las turbas a dar
muerte a ocho de los prisioneros y que las otras tres víctimas requeridas
fueron escogidas mediante sorteo. Los infelices muchachos encararon la muerte
valientemente-ni una rodilla flaqueó. Unos recibieron las balas en la cabeza,
otros en el corazón. “Los ocho cadáveres”, dice La
Lucha en una patética descripción del hecho, “fueron enterrados, sin un
nombre, una cruz o una lápida, cuatro de Sur a Norte, cuatro de Norte a Sur”.
La Lucha ha publicado los retratos de los infelices jóvenes.
UN
TESTIMONIO POPULAR
La
justicia tiene sus modos y mediante el valor de Fermín Valdés Domínguez, uno
de los estudiantes supervivientes que fue enviado a prisión, la inocencia de
sus amigos ha sido demostrada tan completa y notablemente que el asunto
constituye hoy el tema de conversación de la isla. Una colecta para erigir un
monumento se está llevando a cabo rápidamente por españoles y cubanos, por
igual, en Cuba, en España y en New York. La moderación de los cubanos ante la
provocación le ha conferido dignidad a su pena, y un acto de pública contrición
por parte de aquellos que son ahora considerados como cómplices del crimen, sería
una ofrenda apropiada a los que murieron injustamente a sus manos y, al propio
tiempo, un acto que no podría dejar de conducir a un mejor entendimiento de las
dos secciones hostiles en que la guerra por la independencia dejó dividida a la
isla.
CARA
A CARA
Fue
una escena dramática aquella en que Valdés Domínguez, indiferente al peligro
que su acción podía acarrearle, avanzó, trémulo de emoción, hacia el féretro
de Castañón, cuyo hijo, acompañado por sus amigos, hacía extraer de su bóveda
temporal para ser trasladado a su definitivo lugar de reposo en España y,
levantando su mano sobre el sarcófago intacto, conjuró solemnemente al hijo,
un joven de veinte años, a que declarara que los restos de su padre no habían
sido profanados por los estudiantes. El hijo de Castañón declaró públicamente
que ninguna mano impía había tocado los restos de su padre. Al propio Domínguez
le fue permitido abrir el sarcófago en que yacía el hombre que causó, esta
vez inconscientemente, tantas muertes.
El
joven Castañón confirmó en una carta digna su declaración. Todos los
interesados dieron permiso a Valdés Domínguez para recuperar, si ello fuera
posible, los restos de los estudiantes del apartado lugar en que habían sido
enterrados y, después de trabajar incesantemente durante dos días con sus
propias manos, ayudado por un amigo y por los negros sepultureros, descubrió al
fin todo lo que quedaba en la tierra de sus amigos muertos-ocho esqueletos
tendidos uno junto a otro, los cráneos y las costillas quebradas por los
proyectiles del pelotón de fusilamiento. Una corbata de seda, algunos botones
de cuello y unas hebillas de plata fue todo lo que pudo encontrar para
identificar las víctimas de este crimen histórico.
Estas
patéticas escenas y su influencia en los asuntos del país ocupan actualmente
la atención pública en la isla de Cuba. La alegría de los cubanos por esta
vindicación triunfante de los estudiantes no ha sido ensombrecida por ningún
exceso de su parte o por alguna irreverencia de aquellos que en días más
oscuros fueron los autores del nefando hecho. Palabras de paz son pronunciadas
sobre los restos de quienes cayeron víctimas de las furias de la guerra, y el
justo reconocimiento de la inculpabilidad de los inocentes es probable que
contribuya más al bien general que el mismo castigo de los culpables.
OBRAS COMPLETAS, Tomo 28, La Habana: Instituto Cubano del Libro,
Editorial de Ciencias Sociales, 1973, p. 54.