Martí, el periodista 

Sangre de inocentes

José Martí, The New York Herald, Nueva York, 9 de abril de 1887,

 

Marti_fusilamientoestudiantes.gif (233618 bytes)Completa vindicación de los estudiantes fusilados en Cuba en 1871.- Asesinados por la milicia.- Se llevará a cabo en New York una suscripción para erigirles un monumento.

La ciudad de la Habana ha sido en estos últimos días escenario de memorables acontecimientos. La Lucha, el emprendedor periódico habanero al que tanto crédito se debe por hacerle justicia a los cubanos, publica un relato de los dramáticos incidentes que han llevado a vindicar la inocencia de los ocho estudiantes de medicina que fueron oficialmente asesinados hace dieciséis años.

Estos ocho estudiantes, de dieciséis a veintiún años de edad, después de una farsa judicial, celebrada bajo la presión de las turbas, fueron muertos en medio de frenéticos aplausos y otros treinta y uno fueron enviados a Presidio por el supuesto crimen de haber profanado el sepulcro de Gonzalo Castañón, un periodista mal aconsejado que, a consecuencia de una disputa con partidarios de los revolucionarios, fue muerto en Key West algunos meses antes. La bóveda no mostraba la más ligera huella de profanación, y una raya hecha mucho antes en el cristal que cubre las ofrendas florales fue todo lo que pudo ser atribuido a una mano irrespetuosa, si no hubiera estado cubierta por el moho el día de los hechos.

SÓLO LOS CUBANOS SON CULPABLES

Los españoles que había entre los estudiantes fueron puestos en libertad. Uno de los estudiantes fusilados ni siquiera estaba en el cementerio en la fecha de la alegada profanación. Tan sólo Federico Capdevila, un noble oficial del ejército, encargado de la defensa de los estudiantes, tuvo el coraje de pronunciar en el juicio unas pocas y valientes palabras, por las que escasamente escapó de pagar con su vida a manos de la turba, poco dispuesta a aceptar algo que no fuera un final sangriento.

El general Crespo, que estaba a la cabeza del gobierno y que firmó la sentencia de muerte estando convencido de la infamia, ha dicho que “para hallar una comparación apropiada a las proposiciones que le hicieron algunos de los dirigentes de los amotinados sería necesario retroceder a los días más negros de la Revolución Francesa”. Son, ciertamente, las palabras del General las que usamos aquí. Miles de hombres armados llenaban las calles día y noche, rodeaban la prisión, colmaban los corredores del palacio de gobierno, gritaban continuamente pidiendo la muerte de los estudiantes y lograron que el gobierno cediera a sus demandas encubierto por un juicio en consejo de guerra que celebró sus sesiones amenazado por las bayonetas de los quebrantadores de la ley.

El hijo de uno de los más impetuosos de entre estos, un muchacho de dieciséis años, que había cogido una flor en el jardín del cementerio, fue el primero escogido para ser fusilado, y ello, por añadidura, con los mismos rifles a cuya compra su acaudalado padre había contribuido generosamente. Cuatro de sus condiscípulos que habían estado jugando con una carretilla, le siguieron inmediatamente. Se ha dicho que el indigno tribunal se había comprometido con las turbas a dar muerte a ocho de los prisioneros y que las otras tres víctimas requeridas fueron escogidas mediante sorteo. Los infelices muchachos encararon la muerte valientemente-ni una rodilla flaqueó. Unos recibieron las balas en la cabeza, otros en el corazón. “Los ocho cadáveres”, dice  La Lucha en una patética descripción del hecho, “fueron enterrados, sin un nombre, una cruz o una lápida, cuatro de Sur a Norte, cuatro de Norte a Sur”. La Lucha ha publicado los retratos de los infelices jóvenes.

UN TESTIMONIO POPULAR

La justicia tiene sus modos y mediante el valor de Fermín Valdés Domínguez, uno de los estudiantes supervivientes que fue enviado a prisión, la inocencia de sus amigos ha sido demostrada tan completa y notablemente que el asunto constituye hoy el tema de conversación de la isla. Una colecta para erigir un monumento se está llevando a cabo rápidamente por españoles y cubanos, por igual, en Cuba, en España y en New York. La moderación de los cubanos ante la provocación le ha conferido dignidad a su pena, y un acto de pública contrición por parte de aquellos que son ahora considerados como cómplices del crimen, sería una ofrenda apropiada a los que murieron injustamente a sus manos y, al propio tiempo, un acto que no podría dejar de conducir a un mejor entendimiento de las dos secciones hostiles en que la guerra por la independencia dejó dividida a la isla.

CARA A CARA

Fue una escena dramática aquella en que Valdés Domínguez, indiferente al peligro que su acción podía acarrearle, avanzó, trémulo de emoción, hacia el féretro de Castañón, cuyo hijo, acompañado por sus amigos, hacía extraer de su bóveda temporal para ser trasladado a su definitivo lugar de reposo en España y, levantando su mano sobre el sarcófago intacto, conjuró solemnemente al hijo, un joven de veinte años, a que declarara que los restos de su padre no habían sido profanados por los estudiantes. El hijo de Castañón declaró públicamente que ninguna mano impía había tocado los restos de su padre. Al propio Domínguez le fue permitido abrir el sarcófago en que yacía el hombre que causó, esta vez inconscientemente, tantas muertes.

El joven Castañón confirmó en una carta digna su declaración. Todos los interesados dieron permiso a Valdés Domínguez para recuperar, si ello fuera posible, los restos de los estudiantes del apartado lugar en que habían sido enterrados y, después de trabajar incesantemente durante dos días con sus propias manos, ayudado por un amigo y por los negros sepultureros, descubrió al fin todo lo que quedaba en la tierra de sus amigos muertos-ocho esqueletos tendidos uno junto a otro, los cráneos y las costillas quebradas por los proyectiles del pelotón de fusilamiento. Una corbata de seda, algunos botones de cuello y unas hebillas de plata fue todo lo que pudo encontrar para identificar las víctimas de este crimen histórico.

Estas patéticas escenas y su influencia en los asuntos del país ocupan actualmente la atención pública en la isla de Cuba. La alegría de los cubanos por esta vindicación triunfante de los estudiantes no ha sido ensombrecida por ningún exceso de su parte o por alguna irreverencia de aquellos que en días más oscuros fueron los autores del nefando hecho. Palabras de paz son pronunciadas sobre los restos de quienes cayeron víctimas de las furias de la guerra, y el justo reconocimiento de la inculpabilidad de los inocentes es probable que contribuya más al bien general que el mismo castigo de los culpables.

OBRAS COMPLETAS, Tomo 28, La Habana: Instituto Cubano del Libro, Editorial de Ciencias Sociales, 1973, p. 54.