Los partidos suelen
nacer, en momentos propicios, ya de una mesa de medias voluntades, aprovechada
por un astuto aventurero, ya de un cónclave de intereses más arrastrados y
regañones que espontáneos y unánimes, ya de un pecho encendido que inflama en
pasión volátil a un gentío apagadizo, ya de la terca ambición de un hombre
hecho a la lisonja y complicidad por donde se asegura el mando. Puede ser un
partido mera hoja de papel, que la fe escribe, y con sus manos invisibles borra
el desamor. Puede ser la obra ardiente y precipitada de un veedor que en el
ansia confusa del peligro patrio, congrega las huestes juradas, en su corazón
flojo, al estéril cansancio. Pero el Partido Revolucionario Cubano, nacido con
responsabilidades sumas en los instantes de descomposición del país, no surgió
en la vehemencia pasajera, ni del deseo vociferador e incapaz, ni de la ambición
temible; sino del empuje de un pueblo aleccionado, que por el mismo Partido
proclama, antes de la República, su redención de los vicios que afean al nacer
la vida republicana. Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de afuera
o de adentro, quien lo creyese extinguible o deleznable. Lo que un grupo
ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario
Cubano, es el pueblo cubano.
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