UN ALTO EN EL CAMINO

de

Julián Sánchez Prieto «El Pastor Poeta»

 Acto 2º

La misma decoración  del acto anterior. Sobre la mesa una jaula de perdiz, con la funda puesta y los ganchos en disposición para salir de caza. Apoyada en la mesa, una escopeta de dos cañones.

ESCENA PRIMERA

 

 SOLEDAD, sentada, pintándose los labios de cuando en cuando y mirándose al espejito del bolso, y TOMIZA, de pie

Tomiza
Soledad
Tomiza

















Soledad
Tomiza
Soledad
Tomiza

Soledad





Tomiza




Soledad
Tomiza



Soledad
Tomiza
Soledad



Tomiza




Soledad
Tomiza


Soledad
Tomiza














Soledad
Tomiza








Soledad

Tomiza



Soledad
Tomiza


 

 (Con cachaza.) Si, señora.
Cuénteme lo de la caza.
Con piedras se hace en el hoyo
un cerco de un par de varas.
Se tapan luego las claras
con broza... y ya está hecho el toyo.
Pa la jaula, en un picacho,
se prepara el tanganillo;
después, con jara u tomillo,
se le cubre hasta el arillo,
y se desenfunda el macho.
Éste comienza a mirar,
a espojase y presumir...
o a comer y alambrear,
y antes que vaya a «salir»
cantando, se ha de ocultar
el cazador... y esperar
que el campo se deje oír,
o el macho quiera cantar ...
y que ellas quieran venir.
Siga.
         ¿Lo entiende?
                              Lo entiendo.
Si es bueno, sale pitando
recibiendo o de cañón.
¿Pita y recibe?
       (Aparte.)
                           Yo entiendo
que de lo que me está hablando
es de un jefe de estación.
¿Y qué más?
                        Canta la caza.
La oye el macho y da un pitazo.
Viene el bando en corto plazo,
y en cuanto que llega a plaza
se le da un escopetazo.
¿Y muere el macho?
                                 Jamás.
El macho sigue cantando.
Mueren dos... o tres... o más
del bando.
                  ¿Y las demás?
Las demás... salen volando.
Debe ser interesante,
sencillo y original.
¿Que sea el macho arrogante
será cosa principal?
¡Quiá! No es lo más importante.
No, señora. No es bastante.
Guapo u feo, les da igual.
Lo principal... es que cante.
    (Tomiza se echa la jaula a la espalda y se dispone a salir.)
¿Y va con el macho ahora?
Ahora es tiempo de la hembra.
    (Señalando.)
Mire usté: ¿Ve aquella siembra?
Sí.
       Pus antes de una hora
será mu fácil que cace.
Va usté a ver. Me llego allá;
pongo la jaula en metá,
y en cuanto la perdiz hace
dos veces carracacá,
vienen los machos a vuelo,
derechos como una bala.
y llegan con tanto celo
que enmoñaos van con el ala
arrastrando por el suelo.
Yo me subo a aquella oliva
y allí espero a los sujetos,
y en cuanto que se están quietos...
d'un tiro, ¡patas arriba!
¿y son todos machos?
                                   Tuitos.
Como sus hembras están
cuidando de los hijitos,
en el nido, ellos se van
con otras de picos pardos.
y ¡claro! Pus lo que pasa.
Que por andar de bigardos
ya no vuelven más a casa.
Les está bien empleao.
Pero se quedan sin padre
los pollitos.
                    No hay cuidao
con ellos. Queda la madre.
Lo tengo experimentao.
En fin.
           ¿Se va?
                         Me retiro,
como ice la gente fina.
Va usté a ver qué sarracina,
como se pongan a tiro.

(Sale por el foro con la jaula colgada de la espalda y la escopeta.)



ESCENA II

SOLEDAD. Después, ROSALÍA

Soledad





Rosalía


Soledad

Rosalía



Soledad

Rosalía
Soledad







Rosalía


Soledad
Rosalía
Soledad
Rosalía
Soledad












Rosalía










Soledad




Rosalía
Soledad


Rosalía
Soledad










Rosalía

Soledad


Rosalía
Soledad








Rosalía


Soledad


Rosalía

Soledad


Rosalía
Soledad




Rosalía

Me hace gracia. Hay que verlo con su perdiz
siempre a cuestas. El hombre vive feliz.
y es la caza, de fijo, su mayor goce.
    (Mirándose la mejilla en el espejo.)
¡Nada! ¡Vaya una suerte! ¡No se conoce!
¡Y hay que ver cómo era la cicatriz!
    (Por la segunda puerta de la izquierda.)
Según me dice Teresa,
se va a Madrid con usted.
Sí. Dice que es una red
el campo, y que no está presa.
Tiene la vista muy alta
esa chica.
       (Pausa.)
                   ¿Y se va hoy?
Sí, señora. Sí. Me voy.
Hago en Madrid mucha falta.
Se aburre usted.
                            No lo crea.
Es un viaje necesario.
Debuto el veinte en Romea
y he de hacerme vestuario.
Hoy me escribe el empresario
y voy a ver qué desea.
Tengo un buen sueldo diario...
setenta duros...
                           Tendrá
usted ya un capitalito,
ganando tanto.
                         ¡Ojalá!
¿No?
         A las pruebas me remito.
Si es tan buena cupletista...,
El dinero del artista
conforme viene se va.
Mire usted: Yo necesito
alternar en cierta esfera
con gente de mi nivel.
Hay que vivir en hotel,
y no en un hotel cualquiera,
sino en uno principal,
para no hacer mal papel.
Tener auto, masajista,
sastre, doncella, modista,
y además la servidumbre.
Luego hay que llevar alhajas...
Claro, tienen la costumbre
ustedes de ir siempre majas
—como diría Tomiza—
y no aprecian el dinero.
La vida es muy quebradiza.
Piense usted alguna vez
que ha de llegar la vejez,
y que tendrá buen ropero,
muchas joyas que lucir,
pero que es larga la vida
y nadie sabe su suerte.
Lo principal es vivir
bien. A mi edad ¡quién se cuida
del dolor y de la muerte!
Vivir, reír y gozar.
Esa es mi única bandera.
¿Y después?
                     No hay que pensar.
La muerte suele llegar
cuando menos se la espera.
Pensando de esa manera...
Por si luego hay que llorar
al final de la carrera,
ahora quiero aprovechar;
en vez de lancha costera
quiero ser barco de mar.
Ir del placer en la espuma,
sin temor al oleaje;
abandonarse en el viaje
como en el viento una pluma.
La vida no vale, en suma,
la menor preocupación.
Tan joven, es bien extraño
que viva sin ilusión.
Murió con una pasión
que asesinó un desengaño
y envejeció el corazón.
¿Algún hombre?
                            Un hombre, sí.
Abierta el alma a la fe
en su cariño creí;
con locura le adoré;
en sus brazos me entregué,
Y... por su amor, me perdí.
Me abandonó; le busqué;
se burló, y... mucho le amé,
pero más le aborrecí.
    (Después de una pausa.)
Tendrá usted ropa guardada,
y de joyas... no digamos.
No, señora. Casi nada.
Cuanto dinero ganamos,
los artistas, lo gastamos.
No va usted muy acertada.
Perdone.
               Y lo que compramos,
luego, en la primer parada,
cuando no hay..., lo empeñamos.
Eso es vivir confiada.
Es lo que se llama al día.
Hay que gozar y reír;
Lo demás es tontería.
    (Después de una pequeña pausa.)
¿Y su esposo, Rosalía?
Al pueblo tuvo que ir
a sus asuntos, y a ver
los chicos, que están allá
con mis padres.
    (Al oír a Juan Francisco hablar en la puerta con José)
                           Ahí está...
Poco ha tardado en volver.



ESCENA III

DICHOS. Por el foro, JUAN FRANCISCO y JOSÉ que vuelve a salir por la derecha

Juan Francisco

Soledad
Rosalía

Juan Francisco
Rosalía

Juan Francisco


Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco


Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Soledad
Juan Francisco
Soledad


Rosalía


Juan Francisco



Soledad


Juan Francisco
Soledad



Juan Francisco







Rosalía
Juan Francisco



















Soledad


Juan Francisco


Soledad

Rosalía

      (Por el foro.)
Ya estoy aquí. Buenos días.
Buenos, Juan Francisco.
                                         ¿Ya
estás de vuelta?
                           Ya estoy.
No creí yo que vendrías
tan pronto.
                  Es que no está hoy
en el pueblo don Faustino.
¿Y qué iba a hacer allí?
¿Has visto a mis padres?
                                          Sí.
¿Y a los chicos?
                            A Rufino.
Los otros los vio José,
en casa de tía Piedad.
¿Sabes una cosa?
                              ¿Qué?
Que se marcha Soledad.
¿Se marcha? ¿Cuándo?
                                      Esta tarde.
¡Tan pronto!
                       Sí. Es necesario.
Hoy me ha escrito el empresario,
y ese no espera.
                           Que aguarde
José.  Que tendrá que ir
a llevarla a la estación.
No se ve. Va a repartir
a las yuntas la ración.
     (A Soledad.)
¿De modo que ya nos deja?
Sí; ya será de razón.
Pasado mañana, un mes.
¿Recuerda usted?
                             No lo miente.
    (A Juan Francisco.)
Y gracias a su interés
no fue más el accidente.
Usted fue mi salvación.
¿Quién en igual ocasión
no obrara de igual manera?
La encontré en la carretera
privada sobre un montón
de grava; la recogí
sobre el caballo la alcé,
y de un galope llegué
conduciéndola hasta aquí.
¡Cómo vino, madre santa!
Toda la cara partida.
Sangrando la enorme herida
de la sien a la garganta.
Y era su gravedad tanta
que casi vino sin vida.
Como una virgen dormida,
Cuyo altar era mi manta,
sobre el arzón extendida.
Solté a la jaca la brida
sobre el cuello. Partió sola.
Para su frente caída
hizo almohada de sus crines,
mientras la sangre vertida,
que encharcó la muserola,
era una flor de amapola
sobre un ramo de jazmines.
Pálida por la congoja,
como en la nieve un clavel,
era más blanca su piel
y era su sangre más roja.
Si no es porque llega él,
me muero en la carretera.
Su decisión me salvó.
No lo mencione siquiera,
señora. Lo que hice yo,
lo hubiera hecho cualquiera.
Luego, la solicitud
de esta casa.
                       Soledad:
El sentir la caridad
en Castilla, no es virtud.



ESCENA IV

DICHOS y TOMIZA, que viene corriendo con la jaula medio arrastra

Juan Francisco
Tomiza
Soledad
Rosalía
Tomiza

Juan Francisco
Tomiza




Juan Francisco

Tomiza

Rosalía



Tomiza
Soledad
Tomiza


Soledad

Tomiza






Juan Francisco
Tomiza

Juan Francisco
Tomiza







Juan Francisco
Tomiza


Juan Francisco

Tomiza



Juan Francisco
Tomiza

Juan Francisco
Tomiza
Juan Francisco




Tomiza

Juan Francisco


Tomiza
Juan Francisco
Tomiza




Juan Francisco





Tomiza

















Juan Francisco

¡Tomiza!
                  ¡Vengo tronchao!
¿Por qué corre?
                           ¿Qué le pasa?
¿Qué va a pasar? Los ceviles,
que en poco no me dan caza.
¿Le han visto a usted?
                                      ¡Qué sé yo!
Con que los vea yo, basta
pa correr. ¡Así que no
me tiene el cabito ganas!
¡Y como estamos en veda...!
Bueno, ¿y a usted quién le manda
ir con la hembra esta tarde?
¿Y por qué también aguardan
ellos a venir ahora?
Yo voy a ver las muchachas,
que andarán por la cocina.
    (A Juan Francisco.)
Tú, si quieres algo, llamas.
Soledá: ¿Quié usté asomase?
¿Para qué?
                   Pa ver ande andan
los del gorro atravesao.
Los ceviles.
                   Sí, hombre
    (Sale.)
                                       Gracias.
    (Juan Francisco queda ensimismado mirando por la ventana, siguiendo con la vista a Soledad, que cruza cantando alegremente.)
Pero oye, tú, Juan Francisco:
¿T'ha dao un aire? ¿Qué te pasa
que estás tan amodorrao?
¿Qué tienes? Contesta. Habla.
Nada. ¡Qué voy a tener!
Llevas un par de semanas
que no eres el mismo.
                                     ¿No?
Conténtate si te enfadas.
    (Con misterio.)
Pero pa mí que andas tú
tamién con el ala arrastra.
No sé por qué me figuro
que hay por aquí alguna pájara
que quié cortate los vuelos.
Piensa despacio y con calma...
¡Tío Tomiza!
                          Y ten sentío,
que si el sentío te falta,
u te caza u te alicorta.
    (Aparte)
¡Hoy se va!
    (Aparte)
                    Na. Ni ¡palabra!
    (A Juan Francisco.)
¿Qué tienes?
                       Lo que usted piensa.
    (Sorprendido.)
¿Eh?
          Lo que se maliciaba.
¡Juan Francisco!
                            Ya lo he dicho.
Llevo una espina en el alma.
Se me ha clavado a traición.
Cuando menos lo esperaba.
Una espina de un rosal...
Yo creo que es de una zarza,
según estás de enredao.
Una espina que se clava,
y cuanto más se procura,
menos se logra arrancarla.
¿Soledá?
                Sí. ¡Soledad!
No. Si Tomiza no marra.
     (Aparte)
¡Se hubiá estrellao con el auto!
A veces, cuando hacen falta
las cosas, no hay sucedío.
Si desde aquella mañana
que la traje en el caballo,
llena de sangre la cara
como un clavelón bermejo
sobre la nieve serrana,
estoy que no sé qué tengo.
Que te ha tronchao las dos alas.
Güelve en ti. Mira que tienes
tu mujer, que es una alhaja.
Guapa, lustrosa, frescona,
cariñosa, güena planta;
con un sentío mu grande
y un corazón como España.
¡Si fuá yo! Que al fin y al cabo
tengo por suerte u desgracia
—por suerte, no— una parienta
más estrecha que una taula,
más tonta que el aliguí
y más chata que una rana.
Y que lo que ice el refrán,
y ese refrán nunca marra:
«Cuanto más viejo es el gato,
más tierna quiere la rata.»
Piensa...
                 Calle usted, que viene.



ESCENA V
Dichos y SOLEDAD. Después SOLEDAD y JUAN FRANCISCO

Soledad

Tomiza
Juan Francisco
Tomiza
Juan Francisco

Tomiza





Soledad


Juan Francisco


Soledad
Juan Francisco


Soledad

Juan Francisco

Soledad


Juan Francisco

Soledad

Juan Francisco

Soledad
Juan Francisco
Soledad

Juan Francisco
Soledad
Juan Francisco
Soledad




Juan Francisco



Juan Francisco
Soledad





Juan Francisco
Soledad


Juan Francisco

Soledad













Juan Francisco

Soledad

Juan Francisco
Soledad

Juan Francisco
Soledad
Juan Francisco

Soledad


 

     (Entrando.)
Tomiza, no se ve nada.
A lo mejor no me han visto.
Tomiza.
             ¿Qué quieres?
                                     Vaya
a ver si vienen las yuntas.
     (Aparte.)
Ya sé pa lo que me mandas.
Voy.
    (A Juan Francisco al salir.)
             Ten mucho sentío...
¡Y ojo, que la vista engaña!
     (Después de una pausa.)
Bueno, mi Salvador. Me voy. Hasta más ver.
Gracias a Dios, mañana ya no le daré guerra.
¡Guerra! ¿Quiere callarse? Lo que va a suceder
es lo que usted, amiga, no puede comprender.
Que al marcharse le quitan la alegría a esta tierra.
¡Qué galante!
No, no. No es galantería.
Es la pura verdad.
¡Ahora que usted nos deja, es cuando hay soledad!
    (Riendo al comprender.)
¿Pues antes no la había?
Antes, sí; pero era soledad en el nombre.
Pero que al mismo tiempo sirve de compañía.
¡Qué discreto! ¡Qué amable! Se ve que es usted hombre
que allá por sus estudios aprendió cortesía.
¡Así está de orgullosa con usted Rosalía!
Sí. Me quiere. Aunque no como a usted Sebastián.
¿Cuándo viene?
    (Displicente.)
                           No sé.
Su oficio de chalán
le roba mucho tiempo. ¿No ha tenido usted carta?
Sí, ayer.
             ¿Qué decía?
                                  No la abrí. Estoy harta
ya de su pesadez.
¿Pero usted no le quiere?
                                         ¿Quién, yo? ¡Qué candidez!
Pues él por usted ciega.
                                       Sí. Mucho que te quiero.
Mucho que el día que me faltes me mato.
Pero después. si viera, para darme dinero,
¡qué roña! Yo prefiero
que me dé más billetes y menos arrebato.
Es que él necesita para andar en su trato.
Soledad. Pues si lo necesita, que busque otra mujer.
Ya se lo dije un día; que no podía ser,
que a mí no me conviene. Que aquello ya pasó.
¿Y él qué dice?
                            Que no.
Pero si él no lo deja, lo voy a dejar yo.
Yo, para ser amante de un hombre, lo primero
que ha de hacer este hombre es bañarme en dinero
o sentir yo por él un amor verdadero;
el que yo, francamente, no siento por su amigo.
¡Soledad!
                  Si él lo sabe. Yo misma se lo digo.
No sé qué le sorprende. ¿No lo ve natural?
Yo no me entregué al hombre. Me entregué al capital.
     (Con tristeza.)
¿Entonces, para usted nada vale el cariño?
¿De quién, de Sebastián? Vamos, no sea niño.
Sebastián es un bruto, un loco, un pasional.
Su carácter violento por nada le modera.
Yo soy más sosegada, más serena, más fría.
A mí me gustaría
que un hombre me quisiera
sin esos arrebatos que rayan en locura.
Sin ese plan de fiera:
con menos fantasía,
pero con más cordura;
de la misma manera
que he notado que usted la quiere a Rosalía.
    (Clavando en él los ojos.)
¡Pero ese hombre no existe para mí!
     (Vehemente.)
¿y si existiera?
     (Como sorprendida.)
                          ¿Qué dice?
Si existiera ese hombre...
                                         Le querría
como nadie ha querido.
¿Le querría usted?
                                Sí.
     (Clavando en ella la mirada y alargando los brazos)
¡Soledad...!
    (Abandonándose con estudiada coquetería)
                    ¡Juan Francisco!
    (Cuando están a punto de caer uno en los brazos del otro aparece Sebastián cubierto de polvo del camino, con vara larga y espuelas)



ESCENA VI

Dichos y SEBASTIÁN

Sebastián

Juan Francisco
Sebastián
Juan Francisco
Sebastián
Juan Francisco
Sebastián



Soledad


Juan Francisco
Sebastián


Juan Francisco
Sebastián



 

    (Por el foro.)
¿Quién anda por aquí?
Adelante.
                 Buenos días.
Buenos.
              ¿Qué tal, Juan Francisco?
Bien. ¿Y a ti, cómo te fue?
Regular.
   (A Soledad.)  Vengo rendido.
Catorce horas a caballo
para verte.
      (Aparte.)
                  Pues maldito
lo que yo te lo agradezco.
¿Y qué tal la feria?
                                 Chico,
de primera comunión.
Se vendió como se quiso.
¿Vendiste todas las mulas?
Y a millón. Jamás se ha visto
ferial con más alegría.
El Marqués de los Molinos
se quedó con la piara.
Ya la traigo en el bolsillo.



ESCENA VII

 Dichos y TOMIZA por la derecha. Después SEBASTIÁN y SOLEDAD

Juan Francisco

Tomiza

Juan Francisco
Tomiza

Sebastián


Soledad
Sebastián
Soledad
Sebastián

Soledad

Sebastián




























Soledad




Sebastián

Soledad






Sebastián

Soledad

Sebastián







Soledad
Sebastián
Soledad

Sebastián
Soledad
Sebastián
Soledad


Sebastián
Soledad
Sebastián


Soledad
Sebastián

Soledad




Sebastián
Soledad
Sebastián




Soledad

Sebastián
Soledad
Sebastián

Soledad



Sebastián
Soledad

Sebastián

Soledad

Sebastián

Soledad

Sebastián

Soledad


Sebastián
Soledad





Sebastián
Soledad
Sebastián


Soledad

Sebastián



Soledad


Sebastián
Soledad
Sebastián
Soledad

Sebastián
Soledad


Sebastián
Soledad
Sebastián
Soledad




Sebastián
Soledad

Sebastián


 

    (A Tomiza.)
¿Han llegado ya las yuntas?
Ya están en el cobertizo.
Que vengas, dice José.
Voy.   (Sale con Tomiza por la derecha.)
    (Ya en la puerta por Sebastián, y aparte.)
¿Éste aquí? ¡Vaya un pisto!
     (Con vehemencia.)
¡Soledad mía! ¿Ya te pusiste
buena del todo? ¿Llegó mi carta?
Llegó.
           ¿Y a dónde la contestaste?
No tuve tiempo de contestarla.
     (Yendo a ella. Ella le rechaza.)
Ven; dame un beso.
                               ¿Pero estás loco?
¿No ves que pueden salir?
                                         ¡Que salgan!
Desde ayer tarde vengo a caballo.
Dieciséis leguas traigo a la espalda
sólo por verte, Soledad mía.
Dieciséis leguas que no se acaban
nunca. ¡Parece que las estiran!
Que van creciendo cuanto más se andan.
Al trote largo de mi montura,
corrí praderas, subí montañas,
bajé repechos, crucé caminos,
ansioso el pecho por la esperanza
de hablar contigo; de contemplarte;
de ver el brillo de tu mirada
que resplandece llena de fuego;
de un fuego vivo que no re apaga,
como una hoguera que da sus lumbres
entre la seda de tus pestañas.
Cayó la tarde; se hizo de noche;
se alzó en las nubes la luna blanca
borrando sombras a mi camino.
De las honduras de las cañadas
y los ramajes de las robledas
dulces llegaban
mansos arrullos de ruiseñores
que iban derechos dentro del alma,
porque eran voces que en el camino
de ti me hablaban.
Se hundió la luna;
salió el lucero de la mañana...
(Que ha dado muestras de aburrimiento cuanto más vehemencia ha puesto él)
¡Basta! No sigas. Me sé la copla.
¿Crees que yo vivo de tus palabras?
¿Crees que se puede seguir teniendo
lo que tú tienes?
    (Cortado por la brusquedad de Soledad.)
                         ¿Qué tengo?
                                              Calla,
que no eres digno de que te mire.
Sabes que vivo desesperada.
Que volcó el coche; que vine herida;
que más que nunca me hacías falta,
y te marchaste para la feria
con las pesetas, sin dejar nada.
     (Yendo a ella)
¡Soledad!
    (Rechazándole.)
               ¡Quita!
Tuve que irme.
Era preciso que me marchara.
Ya no hay más ferias y las muletas
no iba a dejarlas
para otro año. Pero al marcharme
dejé encargado que te cuidaran:
que te sirvieran los pensamientos,
aunque costase lo que costara.
¡Eran primero tus animales!
No...
          ¡Bien se ha visto!
    (Queriendo marcharse.)
                                       Óyeme.
                                                      Aparta.
Escucha.
     (Con mal humor.)
                Bueno. Termina pronto,
que tengo prisa. ¿Qué es ello? Acaba.
¿Ya no me quieres?
                              ¡Qué tontería!
      (Amargado.)
¿Y para esto di la jornada
de tantas horas a mi caballo?
Pues si te pesa...
                          No seas mala,
Soledad.
     (Decidida.)
                Oye. Esto no puede
seguir más tiempo. Ya estoy cansada.
Yo necesito que me demuestres
ese cariño de que haces gala.
¿Cómo?
              Ya sabes. Con las pesetas.
     (Aparte.)
¡Siempre lo mismo!
     (A Soledad.)
¿Qué te hace falta?
¿Muchas?
Sí, muchas. Más que te piensas.
Si te lo digo, te asustas.
                                   ¿Cuántas?
Cinco mil duros.
     (Escandalizado.)
                            ¿Pero estás loca?
¿Ves tu cariño qué pronto pasa?
Tengo que hacerme dos vestuarios
para Romea. Sacar alhajas.
Pagar la cuenta de la modista.
¡Cuándo no es Pascua!
¿Pero no has dicho que en la cartera
traes el importe de la piara?
Sí; pero tengo que ir a por otra;
es mi negocio.
    (Volviéndole la espalda.)
                         Pues... vete. Anda.
     (Sacando unos billete que entrega a Soledad.)
Toma.
     (Contándolos con avaricia. Luego con desprecio)
              ¿Qué es esto?
Más del que puedo
te doy.
           ¿De veras? Pues tiene gracia.
¡Diez mil pesetas! ¿Qué hago con esto?
     (Se los devuelve.)
Qué, ¿no los quieres?
    (Tirándolos, al ver que Sebastián no los toma)
                                   No. Te los guardas.
¿Crees que yo valgo lo que una mula?
¿Crees que una artista de tanta fama
como yo, puede tener un hombre
sólo de planta?
Soledad, piensa que yo no puedo.
Pues con dejarlo.
                           ¿Qué dices? Calla.
¿Cómo dejarte, si eres mi vida?
Si yo no vivo si tú me faltas.
    (Aburrida.)
Ya salió aquello.
                          ¿Pero y mi madre?
Si yo me arruino, ¿quién va a llevarla
para que coma la pobre vieja?
Ella no tiene culpa de nada.
Pues mira, rico. Vete con ella.
Déjame.
    (Intenta marcharse. Sebastián la detiene por un brazo.)
              Escucha.
                            Déjame.
                                          Aguarda.
¡Diez mil pesetas! ¿Qué te has creído?
Compra otra mula.
                             ¡Soledad!
                                             Basta.
     (Aparte.)
¡Qué roñería!
                      Piensa...
                                     No me hables.
Mira lo que haces.
                             Lo que me plazca.
    (Con desprecio insultante.)
¿Para eso quieres que te obedezca
como una bestia de tu piara?
Compra otra mula... Compra otra mula.
¡Soledad!
    (A tiempo que se marcha con infinito desprecio por segunda izquierda.)
                   ¡Anda!
    (Que va hasta la puerta y se detiene.)
¡Qué alma más negra! ¿Pero qué digo!
¡Si no tiene alma!
Me despreciaste. Pero te juro...



ESCENA VIII

SEBASTIÁN y JOSÉ

José


Sebastián
José

Sebastián

José
Sebastián

 

    (En la puerta foro.)
    (Llamando.)
¡Sebastián!
                     Pasa.
No. Ven corriendo. Que tu caballo
se muere.
    (Recogiendo los billetes del suelo.)
                 ¿El Tordo? ¿Lo disteis agua?
Ha sido él solo.
                            Fueron mis prisas.
Lo dejé suelto... ¡Esto faltaba!
    (Se va con José por el foro.)



ESCENA IX

Queda la escena sola unos momentos y entra JUAN FRANCISCO, pensativo, y se sienta, o más bien se deja caer en la silla que habrá cerca de la mesa.

Juan Francisco

    (Después de una pausa.)
¿Por qué te encontré, mujer?
Si era mi senda tan llana
como la parda besana
que roza el sol al nacer
en la estepa castellana.
¿Quién te puso en mí camino?
Si en mi vivir campesino,
luchador y montaraz,
¡Yo era un feliz peregrino
del sendero de la paz!
¿Por qué? Si era mi jornada
tan risueña y sosegada
como una tarde abrileña.
¿Por qué mi ilusión te sueña?
¿Por qué busco tu mirada?
Si en mi tranquilo bregar
mi dicha era contemplar
mis gentes y mis rastrojos,
¿por qué ahora no sé mirar
si no me alumbran tus ojos?
¿Qué misterioso poder
es el tuyo sobre mí?
Si ahora te marchas de aquí
y estar aquí es mi deber,
¿Por qué pienso tanto en ti?
Si no has de ser para mí...
¿Por qué te encontré, mujer?



ESCENA X

JUAN FRANCISCO y SOLEDAD. (Por segunda izquierda, con sombrero y abrigo en la mano)

Soledad

Juan Francisco
Soledad

Juan Francisco
Soledad
Juan Francisco
Soledad
Juan Francisco
Soledad



Juan Francisco
Soledad


Juan Francisco
Soledad




Juan Francisco

Soledad


Juan Francisco




Soledad

Juan Francisco






Soledad

Juan Francisco












Soledad
Juan Francisco

Soledad

Juan Francisco






Soledad
Juan Francisco





Soledad



Juan Francisco
Soledad



Juan Francisco

Soledad

Juan Francisco

Soledad
Juan Francisco

Perdone, Juan Francisco. ¿Dio orden a José
de que esté la tartana prevenida?
                                                       A qué hora?
    (Acercándose a él.)
¿No hay un tren a las cuatro?
El mixto, sí, señora.
Pues en ese.
                      Descuide que estará. La daré.
Muchas gracias.
                           ¿De modo que ya nos deja hoy?
Sí, señor. Ya me voy
a mi Madrid de mi alma. Ya será de razón.
Si Dios quiere, esta noche, a las nueve, ya estoy
en él. Es mi ilusión.
¿La esperan?
                       No. Seguro que me van a extrañar
todas mis amistades. ¡Cuándo me veré allí!
Ya ve usted. ¡Parecía que nunca iba a llegar!
¿Tan mal le ha ido aquí?
¡Hombre...! ¿Mal...? Al contrario. ¿Cómo voy a olvidar
esta casa.
    (Clavando en él la mirada.)
                   ¿Y usted, se acordará
de mí?
¡Que si me acordaré! Más que usted se figura.
¡Cómo no recordarla, si es usted mi cadena!
    (Como sorprendida.)
¡Juan Francisco! (Aparte.)
                              ¡Ya es mío!
Si me ahoga la pena.
    (Cada vez más vehemente.)
Si mi pecho se llena
De cruel amargura
pensando en la partida.
     (Mimosa.)
Me cogió usted afecto.
     (Ya próximo a ella.)
Cariño de locura
es lo que la he cogido.
Si me quedo sin vida
lo mismo que esas flores que mueren con la escarcha.
Si mi corazón tiembla. Si grita dolorido
conforme se aproxima la hora de la marcha.
     (Mirando recelosa a las puertas.)
¡Por favor, Juan Francisco...!
     (Sin dejarla.)
                                          Ya no puedo callar,
Yo pretendí ocultar
la llama silenciosa de esta mala pasión;
de este ardor que me abrasa;
y al querer dominar
los gritos retorcidos que daba el corazón,
quise arrancar la zarza que mi carne traspasa.
Pero es tanta la sangre que de la herida vierte,
que encharcó mi sendero.
    (Cogiéndole las manos.)
Si dejas esta casa,
yo voy a enloquecer del dolor de no verte.
    (Extrañada para exasperarlo más.)
¿Qué dice, Juan Francisco?
                                             ¡Soledad...! ¡Yo te quiero!
    (Mirando nuevamente.)
¡Calle, por Dios!
                             No puedo. Yo quería ser fuerte;
resistir como espino que los vientos zalean;
ahogar el sufrimiento de este vivo dolor.
No escuchar los impulsos que en mi pecho golpean
como en los duros troncos de los robles chasquean
los mordiscos del hacha del recio leñador.
¡Soledad...!
                    Juan Francisco... ¡Cállese, por favor!
Un mes ya padeciendo
esta horrible agonía.
Un mes ya que tu nombre lo llevo repitiendo
conforme fue creciendo
esta pasión gigante que es mayor cada día;
la que me hace quererte contra mi voluntad.
     (Mirándole fijamente.)
¿Pero y usted qué haría
si le quisiera yo?
¿Usted me seguiría?
¿Que si te seguiría? ¡Hasta la eternidad!
    (Entregándose.)
Pues...
    (A media voz.)
                 ¡Yo también te quiero!
     (Aprisionándola en los brazos.)
Repítelo otra vez. Que yo lo oiga mejor.
    (Con estudiado abandono.)
Sí. Te quiero. Soy tuya.
      (Ya loco.)
                                   ¿Me quieres? ¿Eres mía?
Sí. Te quiero. Te quiero, Juan Francisco.
Dame un beso. Mi amor.
    (Pausa. Largo beso. Cuando están con los labios unidos aparece en la puerta primero izquierda Rosalía.)



ESCENA XI Y ÚLTIMA

Dichos y ROSALÍA. Al final, SEBASTIÁN

Rosalía

Soledad

Juan Francisco
Rosalía









Soledad

Rosalía




Juan Francisco

Rosalía




Sebastián
Rosalía
Sebastián


Rosalía

 

    (En un grito.)
¡Dios mío!
    (Soltándose rápidamente.)
¡Su mujer!
¡Rosalía!
     (Apoyándose en la puerta para no caer.)
¡Dios mío! ¡Qué dolor!
    (Después de un silencio embarazoso, en el que Juan Francisco y Soledad no se atreven a levantar la vista.)
     (A Juan Francisco, en amargo reproche.)
¡Juan Francisco!
    (A Soledad, cada vez con más entereza en la frase y en el ademán.)
¡Perdida! ¡Quién su acción la creyera!
    (Señalando la puerta.)
Salga usted de esta casa, que tan mal respetó.
    (Aturdida, pretendiendo justificarse débilmente.)
¡Rosalía...!
    (Con seca dignidad de mujer herida, señalando siempre la puerta hasta que sale Soledad.)
No me hable. Márchese. (Enérgica.) Fuera. Fuera.
Que no la vea yo.
     (Sale SOLEDAD por el foro.)
    (Entre suplicante y amenazador.)
¡Rosalía...!
     (Entera y señalando la puerta.)
¿La quieres? Pues... acompáñala.
      (Hay una pausa embarazosa, en la que Juan Francisco mira fijamente a Rosalía. Cuando maquinalmente va a dar un paso hacia ella, aparece en la puerta de la derecha Sebastián.)
¿Y Soledad?
La eché.
¿La echaste?
     (Empezando a comprender y mirando a Rosalía, como no atreviéndose a dar crédito a su presentimiento.)
      (Señalando por dónde va Soledad.)
Mírala.
       (Sebastián y Juan Francisco se quedan mirando en son de reto.)

TELÓN MUY RÁPIDO

  FIN DEL SEGUNDO ACTO

 «— al acto 1º                    al acto 3º  —»