Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.  Venga a nosotros tu reino.  Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.  Dadnos hoy nuestro pan de cada día.  Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.  No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal, Amén.  Dios te salve María, llena eres de gracia.  El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús.  Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.
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La pesadilla

Las quemas van a un ritmo desesperado, como quien quiere sacarle riqueza a la fuerza a esa tierra que no la tiene, que la tiene encima y la están quemando.   Las maderas, las medicinas, las utilizaciones insospechadas, el oxígeno y sobre todo la vida, se pierden en una marea de fuego, que avanza alrededor de las selvas tropicales.

En un cañito al lado del Puerto, un colono quería invadir el terreno y usar una casita de paso que habían dejado los indígenas.  Era verano y una llamita le bastó para desatar el fuego.  En cuestión de minutos se trepó hasta las copas de los árboles y se apoderó de todo lo que habían en medio.  Las lagartijas se enredaban con el pasto y el fuego las agarraba en un santiamén.  Daban un chillido corto, desesperado y la muerte les llegaba inmediatamente después.  Eso es una muerte que no le deseo a nadie.  Si había nidos no quedó ni la sombra.  Lo poco que quedaba de la selva se redujo a troncos quemados y una capa de ceniza de unos pocos centímetros.  Al mes el pasto conocía la luz y se veía verde entre las cenizas.  Parecía muy contento.

Luchar con el fuego es una tarea frustrante, más si estás sólo.  Para el iniridense es lo más natural verlo por ahí.  Es lo mismo que ver pasar a alguien con un machete.  Tienen un pequeñísimo cuerpo de bomberos, pero sólo interviene si se quema alguna casa.  Si alguien se tira a apagar el monte es porque está loco.  A ellos les parece que eso es bueno para la agricultura y ahuyentar los zancudos.

La "tierra" que sostiene a la selva, no es otra cosa que residuos vegetales, entre podridos y vivos.  Si se tumba el monte, al final no quedan sino maticas de pasto y arena pelada.  De todos modos, los colonos lo han tumbado y quemado para meterle vacas.  La imagen de la hacienda llanera y andina trata de ser reproducida en un terreno que se muere fácilmente.  Los indígenas quemaban la tierra, pero la dejaban descansar durante los años siguientes, únicamente aprovechaban los árboles frutales.  Cuando las plantas más grandes dejaban de producir, se iban a otra parte, con todo y casas.  Ya Inírida no puede hacer lo mismo.  Un gigante como tal, con personas acostumbradas al sedentarismo y felices de encontrar un lugar donde quedarse, no se va a mover a menos que ocurra algo muy grave.  Por el contrario, las zonas que son abandonadas por agricultores van dejando lugar al poblado que crece.  Después de todo, siempre queda mucha selva "pa' quemar".  «Aquí tierra es lo que sobra» me dijeron.  Desde el avión, justo antes de llegar, pueden verse las quemas que rodean a Inírida, como si el pueblo fuera una brasa que quema lo que tiene alrededor.

Los Kogui, los paeces, los waunan y muchos otros han recordado que es la ambición del hombre la que destruye su propia forma de vida.  Todavía queda mucha selva (¡gracias a !), pero si las talas y las quemas siguen como van...

La "frontera agrícola" se expande y su expansión no sirve para nada, pues lo que produce se pudre en el piso.  Los campesinos hacen lo mismo que en otras partes, pero, cómo no hay vías, no hay infraestructura, los productos o se consumen o se pierden.  Las tierras que están en el interior son subutilizadas, maltratadas y condenadas a la desertización en muchos casos.  En el Cauca hay uno, donde había ríos, y cultivos en tierras negras y fértiles.  Hoy sólo hay un peladero.  Los poblados cercanos están muriendo porque los campesinos se están yendo; unos aprendieron con la experiencia, otros se van a otra parte a repetir el mismo error.  Como en los cerros de Cali, donde campesinos urbanos sacan trozos de terreno a volquetadas, les pagan una miseria, sin importar que el trabajo sea agotador, que el sol no tenga piedad, que el trabajo se pueda volver agua.  Muchos, como ellos, están acabando con el poco aire que queda en la urbe en medio de tanto humo.

Los narcos por su lado compran tierras a los minifundistas, para verlas, para saber que las tienen y disfrutar su poderío, como hacendados que no son.  Como si el poder de los terratenientes hubiera servido de algo, o el poseer te hiciera mejor persona.  La Reforma Agraria que nunca se hizo en Colombia, tiene hoy un opositor poderoso, que no se complica a la hora de expulsar a quien le da la gana, que no le importa lanzar a cualquiera a buscar vida en otra parte...

Cuando estaba niño, pude ver un nacimiento de agua, en una finca en Sonso.  En una selvita chiquita de una ladera; el cerro en el que se hallaba era un sólo potrero.  Un chorrito de agua cristalina salía de la tierra, en medio de hojas podridas bajo la sombra de los árboles.  Tal vez no vuelva a verlo nunca, se secan dos nacimientos por día en el país.  El mismo cuidador de la finca incendió el potrero por orden de su patrón, nuestro amigo.

Una vez venía de Bogotá, a dedo, sobre el planchón metálico de una tractomula.  Ahí al descubierto contemplé un eclipse de luna y me sentí feliz.  Pero llegué a Yumbo y sentí olores raros, distintos todos entre sí, nada parecido al olor del campo.  Todos eran nauseabundos, todos eran industriales.  Vi hombres revisando alcantarillas, como buscándolos.  Y recordé las noticias, los testimonios, de gente que le tocó salir corriendo de su barrio, pues un gas venenoso los perseguía para matarlos.  Y llegué a Cali y sentí un frío que no conocía, en el norte a la madrugada.  Y al mediodía fui al centro, con un sol terrible encima, para ver gente pisándose a sí misma, apachurrada, respirando humo, corriéndole a los carros.

Y veo chimeneas y carros tosiendo.  Ninguno hecho en mi patria, todos copiados o traídos de otra parte.  El deterioro latente, me persigue por toda parte, así no quiera verlo.  En las rasquiñas de la gente, que los médicos dicen que son alergias.  En los peladeros de Cali, que todavía tienen algo de cerros.  En los árboles muertos a machete, justo en frente de mi casa, en la esquina, en el parque.  Y el fuego avanza en lo poco de verde que queda, en Cristo Rey, en el cerro de la bandera, en Los Chorros, en el montón diario de hojas que quema la vecina.  En la montaña de ramas que incinera el vigilante, "para que no le estorben".  Y no es sólo por mi casa, es en todas partes.

Los urbanizadores sólo dejan cincuenta centímetros de jardín y siembran plantas gigantes.  Años después, los vecinos molestos tumban ficus, carboneros, acacias, chiminangos, para no tener que ver sus raíces en medio de sus casas.   Para proteger sus tuberías y sus muros, más valiosos que un árbol inocente.

Pero, ¿no son los mismos vecinos que contratan un tipo para que saque corriendo a los "desechables"? ¿que le ponen alarmas ultrasensibles a sus carros para que nadie ose tocarlos? ¿que tienen perros que comen mejor que cualquier mendigo?

Me siento extrañado, como los rostros campesinos que vi en Sonso, hace años, cuando veían el río de toda su vida volverse quebradita en verano, y torrente salvaje en invierno.  O como lo que sentí, en la feria, cuando vi llevar un hombre con la palidez del muerto, herido en la mitad de la espalda por un carro fantasma.

Cali, ¿es que no sabes vivir?

 

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Padrenuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.  Venga a nosotros tu reino.  Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.  Dadnos hoy nuestro pan de cada día.  Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.  No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal, Amén.  Dios te salve María, llena eres de gracia.  El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús.  Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.