El
reciente reflorecer de los estudios históricos sobre el
"fenómeno
fascista" (1), no ha comportado hasta ahora ningún progreso
digno de
mención e incluso está contribuyendo a oscurecer el
problema, comprometiendo
cuanto de válido ‑y era muchísimo ‑, se había
logrado a fines de los años
cincuenta. La razón no es difícil de encontrar: no se
trata de un interés
histórico (2) sino de un interés político
partidista lo que motiva a la mayor
parte de los "estudiosos", intérpretes en Italia de las
angustias y
preocupaciones de un sistema en crisis. La pasión
política y las preocupaciones
de orden "moral" han obnubilado ‑casi siempre‑ en los estudiosos del
sistema fascista el espíritu de observación, paralizando
sus facultades de
deducción, con lo cual el "objeto" del estudio ha quedado
más confuso
que aclarado.
Ahora
bien, también la Historia, en la medida en que desea ser
ciencia, debe procurar
proceder sine ira et studio como
quería Spinoza, admitir que solo puede ser ciencia si es wertfrei, esto es, exenta de prejuicios de valor. El
“fenómeno
fascista" forma parte del pasado y, como tal, puede ser objeto de
estudios
históricos, es decir: desapasionados. Sin duda, el
fenómeno fascista se prolonga
de alguna manera en el presente ‑como ocurre con el resto del pasado
histórico,
por otra parte‑ y en cuanto tal, solicita una toma de posición
"política", pero tal actitud debe tener lugar fuera del estudio,
ya
que de otra manera se arriesga a basarse en la ignorancia existente,
más o
menos amplia, sobre el "objeto" real.
La
verdad es que hoy, treinta y cinco años después del
hundimiento de los
regímenes fascistas, por causas externas, el “fenómeno
fascista" está
presente sobre todo como fantasma de sus adversarios, y esto hasta tal
punto
que el actual investigador está, más que nunca, expuesto
al peligro de dirigir
su atención sobre el objeto puramente fantasmagórico.
En
el periodo pre‑bélico, bélico y en la inmediata
postguerra, la presencia del
fenómeno fascista, se inscribía plenamente en la realidad
objetiva, y los
investigadores tenían menos posibilidad de incurrir en falta a
la hora de
determinar la naturaleza del objeto sometido a estudio. Aún
cuando suele
deformarse en sus conclusiones, casi siempre se tenía la
impresión de que, en
realidad, habían reconocido más o menos la "verdad",
incluso si a la
vez se habían esforzado por distorsionarla o hasta por
ocultarla, en el temor
("político") de que la verdad pudiera fascinar más que
provocar
rechazo.
En
los últimos tres decenios, en cambio, ha sucedido que a la
falsificación del
discurso sobre la naturaleza del "fenómeno fascista" han
concurrido
fuertemente incluso aquellos que, por tradición o por instinto,
hubieran estado
o aún están dispuestos a reconocerse como “fascistas".
Esto es
perfectamente comprensible, por otra parte, ya que a partir de 1945 si
el
"fascismo" intenta desarrollar una acción política se ve
constreñido
a realizarla bajo una falsa bandera y debe, públicamente al
menos, renegar de
aspectos fundamentales del "discurso" fascista. cuando menos
verbalmente, sacrificándolos ante los "principios" de la
ideología" democrática, de idéntica manera a como,
bajo el Imperio de
Roma, los cristianos debían ofrecer sacrificios al César
en cuanto que
divinidad. Inevitablemente, esta actitud "obligada" del
fascista‑político
ha tenido su reflejo sobre la actitud del fascista‑estudioso que
analiza su
historia, siempre a causa de la deplorable incapacidad para reparar
entre
estudio histórico y actividad política. Además, la
catástrofe de la “guerra
perdida" ha exasperado la polémica entre las distintas
expresiones
nacionales del fascismo y - en el interior de los distintos fascismos
nacionales‑ entre las varias corrientes fascistas, cada una de las
cuales se
reclama como manifestación de un fascismo "bueno", prudentemente
rebautizado con otro nombre y, a la vez, echa sobre otros la
responsabilidad de
un "mal", generalmente identificado con "formas" del
fenómeno fascista que habían detentado el poder y
atraído sobre sí la condena
universal...
La
actual proliferación de obras que tan solo aumentan la
confusión y multiplican
la ignorancia a propósito del fenómeno fascista hace
más que nunca necesario
volver a remitirse a aquellos estudios que fueron realmente serios, ya
que
supieron ver y discernir su objeto, incluso si quizás lo
hicieron desde la
perspectiva que hoy consideramos "inactual". Por cuanto concierne a
obras válidas debidas a estudiosos que políticamente se
sitúan en el campo
adversario, es preciso señalar que son debidas generalmente a
autores
israelitas, muy interesados en "comprender" verdaderamente el
fascismo, para mejor combatirlo. Citaremos como ejemplos típicos
el ensayo
"Dai Romantici ad Hitler" de Paul Viereck; el estudio fundamental de
Gyorgy Lukacs, "La Destruzione della Ragione" (3), del que existe un
compendio titulado "Von Nietzsche zu Hitler"; y también ‑sobre
todo
porque acumula una rica documentación "paralela"‑ el "Hitler und
Nietzsche" de E. Sandvoss. Lukacs y Viereck han tenido el gran
mérito de
resaltar el origen primario, la "matriz" del fenómeno fascista,
reencontrada en todo un importante filón de la cultura alemana y
europea, si
bien, después, obedeciendo a evidentes fines
propagandísticos, han introducido
en su discurso el leitmotiv de una especie de ruptura cualitativa entre
los
orígenes cultural‑filosóficos (de los cuales era
difícil no reconocer la
importancia y nobleza) y las manifestaciones políticas heredadas
en el siglo
XX, caracterizadas según ellos por la incultura, la barbarie
intelectual y ‑en
último análisis ‑ por una vulgarización del
pensamiento de los
"Maestros", Friedrich Nietzsche y Richard Wagner en particular.
En
la postguerra está casi totalmente ausente una "reflexión
histórica"
válida sobre el fenómeno fascista por la fuerza de las
cosas, es decir, por la
simple razón que ha sido citada ya: quedó condenada a la
ilegalidad o cuando
menos a la intolerancia radical toda manifestación de
carácter genuinamente
fascista. Pero ya que la definición "legal" del fascismo solo
abarca ‑y
mal ‑ las formas particulares y coyunturales en que se encarnó
entre 1922 y
1945 en los "regímenes" donde tuvo el poder, e ignora todas las
otras
manifestaciones (que existieron en el mismo marco cronológico
pero que quedaron
comprometidas por el ejercicio del poder) así como
‑necesariamente ‑ ignora
todo el vasto campo cultural, filosófico, artístico que
es la matriz del
fascismo, se ha creado un cierto margen de libertad para aquellos
autores que,
aunque solo sea por exigencias "tácticas" se reclaman seguidores
de
las formas no incriminadas (por desconocidas) del fascismo. Largamente
determinadas por estas constricciones externas, la obra de estos
autores, aún
para lectores que se suponen a priori como cómplices, resulta
difícilmente
descifrable. Aún más, al restringir la definición
del "fascismo"
falsifican su objeto arbitrariamente, reduciéndolo a una sola
parte de él ‑incapaz
de existir por si sola ‑ contribuyendo a la confusión general.
Es este el caso,
en parte, de los trabajos "históricos" de J. Evola, cuando se
los
toma como tales, ya que en realidad los citados trabajos son en
realidad
fundamentalmente "filosóficos" o "políticos",
expresión del
punto‑ de vista de una corriente singular, ampliamente representada
también
entre los “volkische" de la Alemania austro‑bávara, con una
marcada
tendencia al esoterismo y con tendencia a reducir a sí misma la
definición del
fascismo "válido".
Entre
los estudiosos que se han reconocido fascistas o se pretendieron
"neutrales" citaremos aquí, por la rara validez de sus
teorías, sobre
todo a Adriano Romualdi, cuya obra es, sin embargo, fragmentaria e
incompleta ‑entre
otras cosas por su muerte, aún en plena juventud ‑ pero que
tiene el mérito de
ser casi la única en Italia en haber sabido abrazar la totalidad
del objeto,
habiendo reconocido perfectamente la "matriz" del fenómeno
fascista
en el "discurso" de Nietzsche y ‑en fin ‑ de haber puesto de relieve
la lógica "conclusión indoeuropea" de lo que ‑como
veremos ‑ es la
típica "Vuelta‑a‑los‑orígenes‑proyecto‑de‑futuro" de
todos los
movimientos fascistas y haber comprendido así que para el
"fascista"
la "nación" acaba siendo reencontrada más que en
presente, en un
lejano y "mítico" pasado y perseguida después en el
futuro, Land der Kinder (Nietzsche), tierra de
los hijos más que tierra de los padres (Patria, Vaterland).
Fundamental es también, pero desde un punto
de vista totalmente distinto, la obra de Armin Möhler, "Die
Konservative
Revolution in Deutschland, 1918‑1933". Möhler centra su
atención sobre
todas las formas no directamente comprometidas del fascismo
alemán y pone
rigurosamente entre paréntesis al nacionalsocialismo,
limitándose a decir
lacónicamente que la Revolución Conservadora es al
nacionalsocialismo lo que el
trotskismo al leninismo. De hecho no hace sino poner de manifiesto la
Weltbild
común a todos los movimientos fascistas (en la acepción
genérica del término)
que prosperaron en Alemania, precisando admirablemente como en su seno
se
estructuraban toda una serie de Leitbilder que, al ser acentuados de
una manera
u otra, daban como consecuencia las distintas formas o corrientes del
fascismo
alemán, es decir, de la Konservative Revolution,
nacionalsocialismo incluido
(aunque este se halle explícitamente ausente en el discurso de
Möhler).
Weltbild y Leitbilder se traducen literalmente corno "imagen del
mundo" e "imagen guía" o "imagen conductora"; pero en
realidad conviene hablar, para una mejor comprensión, de "mito"
y de
"mitema".
Curiosamente
la obra de Möhler ha encontrado un indispensable complemento en la
de un
marxista francés que aplica los métodos de la
lingüística estructural a la
parisienne, Jean Pierre Faye, cuyo documentadísimo libro
dedicado a Les Langages Totalitaires (4), (lo que
para él equivale a fascista), colma las lagunas del libro de
Möhler, insertando
al nacionalsocialismo alemán y al fascismo italiano en una bien
dibujada
"topografía" de la Revolución Conservadora y colocando al
primero en
el "centro sintético" del campo conservador‑revolucionario
alemán.
Faye, sin embargo, considera tan solo el "discurso político"
inmediato de los movimientos fascistas de entonces, con sus referencias
a
problemas contingentes olvidando la "visión del mundo" y por lo
tanto
los "puntos de referencia" intelectuales.
Solamente
profundizando todos los estudios que hemos citado (junto a otros del
mismo
tipo) se puede llegar a alcanzar una real "comprensión" del
“fenómeno" fascista. No se comprende nada del "fascismo" si no
se cae en la cuenta, o no se quiere admitir, que el llamado
"fenómeno
fascista" no es otra cosa que la primera manifestación
política de un
vasto fenómeno espiritual y cultural al que llamaremos
"superhumanismo", cuyas raíces están en la segunda mitad
del siglo
XIX. Este vasto fenómeno se configura como una suerte de campo
magnético en
expansión, cuyos polos son Richard Wagner y Friedrich Nietzsche.
La obra
artística de Wagner y la obra poética‑filosófica
de Nietzsche han ejercido una
enorme y profunda influencia sobre el ambiente cultural europeo del fin
de
siecle y en la primera mitad del siglo XX, tanto en sentido negativo
(provocando rechazos) como en sentido positivo: inspirando a seguidores
(filosóficos y artísticos) y desencadenando acciones
(espirituales, religiosas
y también políticas...). La obra de estos autores es, de
hecho, eminentemente
"agitadora"; su importancia está muchísimo más en
el
"principio" nuevo que introducen en el ámbito europeo que en su
expresión misma y en las primeras "aplicaciones" que de estos
principios se han realizado.
Por
"principio" entiendo aquí el sentimiento del sí mismo y
del hombre,
que en cuanto se dice a si mismo, se auto‑afirma, es un "Verbo"
(Logos); en cuanto que persigue un fin es "voluntad" (personal y
comunitaria) y es también, inmediatamente después que
sentimiento, un sistema
de valores.
Lo
que a través de la obra de Wagner y Nietzsche entra en
circulación y se
difunde, con mayor o menos fuerza, es ‑sobre todo ‑ el "principio",
aunque éste sea imperfectamente "captado" o reciba, a causa de
su
novedad, interpretaciones y "aplicaciones" inapropiadas. Por las
vías
más extrañas a veces subterráneas, este principio
ha sido transmitido y
recibido. Y es solo medio siglo después de su nacimiento cuando
empieza a
obtener una cierta difusión social, cuando empieza a ser
aceptado y hecho
propio por grupos sociales enteros de hombres, que se reconocen en
él, a veces
sin saber incluso quien ha puesto en circulación el nuevo
"principio"; así se han creado los primeros movimientos
“fascistas".
Entre
superhumanismo y fascismo, más que la relación
eminentemente intelectual que
para los marxistas existe entre teoría y praxis, lo que existe
en una relación
genética espiritual, una adhesión a veces inconsciente
del segundo al
"principio superhumanista", con las acciones políticas que de
él dimanan.
Quizás por esto se ha podido decir, aunque la expresión
no es muy afortunada,
que "el fascismo es acción, a la que es inmanente un
pensamiento", y
se ha hablado también de la "mística fascista" y del
carácter cuasi
" religioso" del fascismo.
El
principio "superhumanista", respecto del mundo que lo circunda,
deviene el enemigo absoluto de un opuesto "principio igualitarista"
que es el que conforma este mundo. Si los movimientos fascistas
individualizaron al "enemigo" ‑espiritual antes que político ‑
en las
ideologías democráticas ‑liberalismo, parlamentarismo,
socialismo, comunismo y
anarquismo ‑ es justamente porque, en la perspectiva histórica
instituida por
el principio superhumanista estas ideologías se configuran como
otras tantas
manifestaciones, aparecidas sucesivamente pero aún presentes
todas, del opuesto
principio igualitarista; todas tienden a un mismo fin con un grado
diverso de
conciencia y todas ellas causan la decadencia espiritual y material de
Europa,
el "envilecimiento progresivo" del hombre europeo, la
disgregación de
las sociedades occidentales.
Por
otra parte, si se puede afirmar que todos los movimientos fascistas
tienen un
determinante instinto superhumanista está también claro
que han tenido un
"nivel de conciencia" de ello, variable; y es precisamente este
distinto "grado de conciencia" lo que se refleja en la graduada
variedad de los movimientos fascistas y en sus respectivas actitudes
políticas.
No es de extrañar, pues, que si todos combaten las formas
"políticas"
del igualitarismo, a veces no se definan contra sus formas
"culturales" o si se definen, lo hacen en menor grado. Y,
además,
como ocurre siempre, entre el campo fascista y el igualitarista se crea
un
campo intermedio, "oscilante", con "formas" espúreas.
Esencial,
por lo que respecta a la toma de posición "mítica" de un
movimiento
fascista, es el análisis que haga sobre cual es la causa primera
y el origen
del "proceso de decadencia" y "disgregación" de las
naciones europeas. Nietzsche señala que es el cristianismo, como
agente
transmisor del "principio judaico" que para él se identifica con
el
igualitarismo. Wagner, el otro polo del campo superhumanista, en
cambio, solo
señaló el "principio judaico". Según él, el
cristianismo no sería más
que una metamorfosis de las ancestrales religiones paganas, aunque
después se
contaminara de judaísmo, al recurrir la Iglesia y sus
teólogos, para
"establecer dogmas" a la tradición judía. Entre estos dos
"polos" (y los respectivos análisis) se inscriben todas las
oscilaciones
del campo fascista, cuyas tendencias asumen, por causa de esto,
actitudes
diversas frente al cristianismo y la Iglesia. La acción
política, además,
condicionaba a respetar los sentimientos de amplios estratos de las
capas
populares, que no podían ser fácilmente extirpados. Por
añadidura los fascistas
están convencidos del interés social de un sentimiento
como el religioso, que
es vínculo comunitario en las masas, y no desean destruir lo que
existe, sino
ir progresivamente modificándolo, reinterpretándolo,
hasta conseguir que un día
se haya transformado en una cosa muy distinta y en una religión
con un
contenido muy diferente. Mussolini, que era ateo, debió entrar
en tratos con la
"Italia Católica" y, una vez en el poder, un modus vivendi fue
establecido a fin de romanizar al cristianismo: "Roma, donde Cristo es
romano", este es el punto de vista al que la Iglesia no se pliega,
replicando, de forma concluyente: "Nosotros, cristianos, somos todos
semitas". El III Reich, por su parte, toleró la Iglesia y a la
vez intentó
"desjudaizar" el protestantismo, dando vida a la escisión de la
Reichskirche favoreciendo a los deutsche Christen y ‑aún
más intensamente ‑ la
llamada Gottesglaubigkeit, es decir, la creencia en la divinidad, pero
en una
divinidad que ya no es la de la Biblia. Pero, en privado, Hitler
afirmaba que
el cristianismo debía ser, poco a poco, extirpado. La
posición extrema (que
dentro de una topografía fascista ocupa, sin embargo, el lugar
central, por ser
éste el más lejano de las extremidades del campo
igualitario) es propiamente la
sostenida por los nietzscheanos puros: sostiene que "todo está
podrido", rechaza en bloque dos mil años de "occidente
cristiano" (no reteniendo de él más que las
manifestaciones de
supervivencia y resurgimiento del paganismo
greco‑romano‑germánico), predica un
"nihilismo positivo" y quiere reconstruir ‑sobre las ruinas de Europa‑
un "nuevo orden", dando vida al "tercer hombre". Todo esto
referido no solo a las formas políticas, sino también a
las
"culturales", ya que la cultura ha estado dominada por el principio
igualitarista: "Cuando oigo hablar de Cultura ‑dice Goebbels, un
intelectual ‑, cargo mi pistola". En resumen, en relación al
mundo que le
circunda, los fascismos son "revolucionarios" en el sentido más
radical de la palabra. La reflexión más coherente de sus
adversarios ha acabado
por reconocerlo. Horkheimer, con un origen marxista y que acabó
siendo un
apóstol de un abstracto neo‑judaísmo, reconocía al
final de su vida que
"la revolución solamente puede ser fascista", ya que solo el
fascismo
quiere invertir el "sistema de valores" existente, cambiar el
mundo"; es decir, solo el fascismo considera al mundo actual del mismo
modo a como los primeros cristianos consideraron al mundo grecorromano
y el
Imperium de Roma.
Precisamente
a causa de que, en sus expresiones más coherentes, se opone
drásticamente a la
cultura dominante, manifestada en todas las formas sociales y
políticas, el
"superhumanismo" y sus expresiones políticas tienen un
"discurso" que no puede por menos que parecer irracional a quienes
están animados por el opuesto principio igualitario. Esta
"irracionalidad", que ha servido a Lukacs de principal argumento
"filosófico" contra el discurso fascista, designa, de hecho, dos
medio‑verdades, confusas y superpuestas. Es verdad que el discurso
fascista es
un "discurso mítico" o bien se basa ‑al menos ‑ en un
"mito". Muchos autores fascistas han propuesto, explícitamente,
un
mito. Pero, ¿qué es un mito en la visión
superhumanista de las cosas?. El mito
es un discurso de una naturaleza particular, que se concibe a si mismo
como
novedad originaria o que, diciéndose, crea su propio lenguaje
parasitándose en
otro. Existe mito cuando un "principio" históricamente nuevo
surge en
el seno de un ambiente social y cultural todo el informado y conformado
‑y en
primer lugar su lenguaje‑ por un "principio opuesto". El principio
nuevo, para decirse a sí mismo, debe necesariamente ‑ya que no
tiene aún su
lenguaje ‑ tomar en préstamo, por decirlo así, el
lenguaje preexistente; pero
este es un lenguaje dominado por otro principio, por otro Logos o Verbo
y, por
tanto, mientras hace uso de él, debe, sin embargo, negarle la
"razón"
o más exactamente la "dialéctica" conceptual que es
‑precisamente ‑
la del Logos adverso. Así el "discurso" de un principio
históricamente nuevo, es siempre "discurso mítico que
niega la
"razón" del lenguaje usado, y el principio mismo ‑en su novedad
histórica ‑ se da como mito: un principio nuevo es siempre, en
cuanto nuevo, un
mito.
Negar
la dialéctica del lenguaje usado (parasitado) quiere decir que
los
"contrarios", los opuestos instituidos como tales por esta
dialéctica, ya no son sentidos así, sino más bien
como una parcial unidad e
identidad y ‑por otra parte ‑ pueden expresar una simple diferencia, no
por
oposición. Esto resulta evidente en Wagner y aún
más en Nietzsche; por ejemplo
en el rechazo de la dialéctica cristiano‑igualitarista "del bien
y del
mal", netamente expresado por este autor. No es menos evidente este
fenómeno, aunque aquí en un plano estrictamente
político, en el hábito de los
movimientos de la Revolución Conservadora alemana de designarse
a sí mismos
fundiendo términos conceptuales de la "jerga" igualitarista de
Weimar
consideraba antitéticos: nacional‑bolchevismo,
nacional‑comunismo, nacional‑socialismo,
conservador‑revolucionario y otras cosas parecidas.
El
"discurso mítico" es, en su materialidad
lingüística, un discurso del
que está ausente el Logos (Verbo) que se identifica con el mito
mismo en cuanto
que principio. Dicho de otra manera: la materialidad del lenguaje
permanece
conformada por otro principio, por otro Logos. Y en esto reside la
ambigüedad
específica del mito, señalada por historiadores y
estudiosos desde hace tiempo
(sin individualizar las causas, por otra parte). Pero si el "discurso"
aparece necesariamente ambiguo e irracional, el "mito" no lo es en
modo alguno en relación con sí mismo: su verdadero Logos
está en realidad bien
presente, pero fuera de la materialidad del discurso, en quien lo dice
y en
quien sabe entenderlo. Un mito siempre presupone la existencia de
hombres que,
más allá del lenguaje empleado en el discurso lo saben
entender. Alfred
Rosenberg, prologaba su libro "El Mito del siglo XX" con esta
sentencia del Maestro Eckhart: "Este discurso se pronuncia solo para
quienes
ya lo dicen, como suyo, a través de su propia vida o, al menos,
ya lo poseen
como atormentadora aspiración de su corazón".
Pero
si el mito, para quienes lo portan y lo proclaman, es sentido como un
punto de
origen, una novedad, para quienes están "fuera" de él se
les aparece
necesariamente como una imposible vuelta a lo “primitivo", a la
"barbarie". De hecho esta acusación de primitivismo y barbarie
se ha
lanzado no contra las acciones de los fascistas, sino contra su
concepción del
mundo, contra su "mentalidad". Esto es tanto más comprensible en
cuanto que la concepción de la historia que se desprende del
principio
igualitarista es una concepción lineal, que representa el
devenir histórico
como un segmento comprendido entre un Alfa (el inicio de la historia:
expulsión
del Edén o evolución desde la primera horda comunista
paleolítica a la primera
sociedad con propiedad privada) y un Omega (Apocalipsis o fin de la
historia,
concebida como lucha de clases, para pasar a la eternidad y a un
perenne
"reino de la libertad"). Por contraposición, en la visión
superhumanista, la historia no es lineal (ni tampoco cíclica,
como han afirmado
alguno, por no haber sabido descifrar el "discurso mítico).
Möhler ya ha
indicado que Ia imagen más conveniente" para representar la idea
de la
historia en la visión superhumanista es "la de la Esfera",
presente
ya en el Also Sprach Zarathustra de
Nietzsche. Möhler, sin embargo, no ha sabido poner de manifiesto
las
implicaciones de esta imagen (Leitbild). Si, en un tiempo lineal, el
"momento" presente es puntual, dividiendo la línea del devenir
en
pasado y futuro y, por otra parte, no se vive sino en el momento
presente, en
el tiempo esférico de la visión superhumanista el
presente es otra cosa bien
distinta, es la esfera que tiene por dimensiones el pasado, la
actualidad y el
futuro; y el hombre es hombre y no animal justamente porque, en virtud
de su
conciencia, vive inmerso en este presente tridimensional que es a la
vez pasado‑actualidad‑futuro
y por lo tanto es también totalidad del devenir
histórico, pero captado siempre
según la siempre distinta perspectiva "personal" de cada
conciencia.
Si
la esfera del devenir histórico es proyectada, con fines de
representación
(como impone nuestra sensibilidad biológica) sobre lo
unidimensional, se dibuja
esa línea que, si se asume la visión igualitarista
representa a la historia
misma y que, en cambio, para el superhumanista es solo la línea
de la evolución
biológica de la especie humana sobre la cual la historia va
precisamente a
proyectarse para representarse a sí misma (y, puesto que la
esfera del devenir
es un "presente" distinto para cada conciencia, las representaciones
de la historia han de ser forzosamente distintas).
En
el lector puede espontáneamente surgir la interrogación
sobre la
"validez", sobre la "verdad" de estas dos visiones opuestas
de la historia, la igualitarista y la superhumanista. El
"historiador" puede tan solo constatar que uno y otra son reales, en
el sentido de que existen históricamente, de que ha habido
hombres que las han
sentido y que las sienten, que las han pensado y que las piensan. Una
"filosofía" conformada por el principio igualitarista considera
"falsa" la visión superhumanista de la historia y falsa la
concepción
esférica en que se basa. Una "filosofía" superhumanista
coherente
considera en cambio la visión igualitarista de la historia como
propia de la
conciencia del "segundo hombre" y, como tal, “superada" por la
autoconciencia del "tercer hombre".
Los
"fascismos" tuvieron todos una visión superhumanista del tiempo
de la
historia, lo que no significa automáticamente que los fascistas
hayan sido
plenamente conscientes de ello ni ‑consecuentemente ‑ hayan sabido
"representarlo". Es sin embargo evidente que el juicio
"fascista" sobre lo que es histórico en el hombre ha diferido
siempre, y difiere, del igualitarista. Por ejemplo, para el fascista la
"esfera económica" de lo humano pertenece fundamentalmente a la
"esfera biológica" y no a la histórica. Por otra parte
conceptos como
"regreso", "conservación", "progreso", pierden su
significado en el uso que de ellos hace el discurso fascista y a veces
se
confunden el uno con el otro. Es por que en lo unidimensional, la
proyección de
la esfera histórica configura un ciclo, el Eterno Retorno, sobre
el cual todo
"progreso" también es "regreso". Aquí está, por
otra parte,
la solución del enigma propuesto por Nietzsche con la "imagen
conductora" (mitema) del Eterno Retorno y con la del Gran
Mediodía y la
del Zeittumbruch (la fractura del tiempo de la historia); lo
"idéntico"
que retorna eternamente es de orden biológico y no es
idéntico sino desde un
punto de vista material, no desde el histórico. Lo
histórico es la diversidad,
lo que construye la historia es la aparición de formas nuevas,
originales y
originarias, lo que puede llegar al límite de regenerar la
historia misma
provocando el Zeitumbruch. El término genérico con el
cual se han autodesignado
en su conjunto todas las varias tendencias del "Fascismo", es decir,
el de Konservative Revolución dice, por sí mismo, cual
era su visión de la
historia y que papel esperaban jugar en ella, es decir, provocar la
Zeltumbruch.
Sobre
la base de su específica visión de la historia los
"proyectos
históricos" de los movimientos fascistas se configuraban siempre
como una
"vuelta", como un "repliegue", sobre un "origen"
o un "pasado" más o menos lejano, que al mismo tiempo es
proyectado
en el futuro como un fin a alcanzar: la "romanidad", en el fascismo
italiano (con varias formulaciones: romanidad “imperial",
"republicana" o "de los orígenes"), germanismo pre‑cristiano
en el nacionalsocialismo hitleriano, monarquía tradicional en el
maurrasianismo....
Lo
que casi nunca se ha sabido captar es que el "pasado" del cual se
reclaman seguidores y del cual a veces se afirma (con fines
demagógicos de
propaganda) que sigue vivo y presente (en el " pueblo" y en la
"raza" como instintividad) es considerado realmente por los fascistas
un bien perdido, algo que "ha salido de la historia" y que por tanto
hay que reinventar y crear ex‑novo. Así, por ejemplo, Hitler le
decía a
Rauschning (ver Gesprache mit Hitler) (5), que "no existe la raza
pura", que "hay que recrear la raza"; y de hecho la política
racial del III Reich fue una Aufnordung una "acción
modificadora". El
origen, el pasado perdido, en el fondo no están presentes en el
"fascista" más que como nostalgia y como proyecto, no pudiendo
estar
encarnadas en la realidad social, cultural y política,
radicalmente adversa.
La
"topografía" del campo fascista en la primera mitad de siglo se
dibuja en relación con problemas que enlazan, directa o
indirectamente, con el
análisis de la "cantidad de decadencia" que existe en Europa y
–por
reflejo ‑ la "cantidad de nihilismo positivo" con que considerar
necesario responder. Respecto del espectro político
democrático, el
"fascismo" no está ni a la derecha ni a la izquierda, ni en el
centro, ya que este espectro político está determinado
por criterios
igualitaristas que no rigen para el fascismo. Existen, es cierto,
interferencias (a veces de derecha, a veces de izquierda, a veces de
centro...
), pero son solo secundarias, inevitables a causa de la continuidad,
del hecho
de que el "fascismo" debía actuar sobre la realidad conformada
por
masas empapadas de igualitarismo, que formulaban exigencias
igualitaristas. El
fascismo debía "pescar" allá donde estas exigencias
tuvieran menos
profundidad, donde fueran débiles; en suma: donde la “conciencia
igualitarista" se hallara en crisis y donde por tanto era más
fácil crear
una confusión con los ideales propios y las exigencias propias.
Así
por ejemplo, ocurre que la topografía de la Konservative
Revolution se
encuentra también determinada por la pregunta respecto a las
fuerzas ‑o las
clases sociales ‑ sobre las cuales basarse. Es un hecho muy revelador
que
aquellas tendencias que más hincapié ponen en hablar del
trabajador de la clase
obrera (como por ejemplo, los nacional‑comunistas y los
nacional‑revolucionarios)
son en cambio, los que más rechazaron la "acción de
masas", en nombre
de un prejuicio "aristocrático" y ‑pese a las experiencias
históricas
‑ soñaban aún con el putsch o la conjura de palacio.
Spengler, Junger, los
"social‑aristocráticos", se oponían a Hitler, entre otras
cosas por
que éste se había convencido a sí mismo de que no
había contradicción, ni riesgo
de "contaminación", en recurrir al partido y a la acción
de masas.
En
el cuadro de las distintas opciones del superhumanismo, el "discurso"
de un movimiento determinado acentúa de una manera
específica las distintas
imágenes conductoras del mito, los mitemas. Un movimiento
fascista puede poner
en primer plano mitemas que otro coloca en segundo plano o incluso
olvida. La
diversidad en esta acentuación es también reflejo de una
diversidad en la
"interpretación". Basta pensar en el mitema de, la raza, asumido
por
unos corno mitemas fundamentales, mientras que para otros es secundario
y, en
todo caso, es siempre "entendido" de maneras distintas (incluso
dentro del movimiento nacionalsocialista, pues no es cierta la
afirmación de
Evola, de que se diese de él una interpretación
exclusivamente biológica; Evola
por otra parte, es reflejo de una de estas tendencias, analizando el
mitema de
la raza de acuerdo con las pautas de la corriente
volkisch‑espiritualista).
Evidentemente
los "regímenes" fascistas debieron afrontar aquellos problemas
materiales que se le presentan a cualquier régimen, en cualquier
país, con
estructuras análogas. La famosa crisis del capitalismo de los
años veinte y
treinta fue en realidad una crisis de mutación industrial, y por
tanto es así
que también la padeció Rusia. Todos debieron afrontarla
con medidas análogas:
de ahí el New Deal de Roosevelt, la NEP rusa, el Vierjhrsplan de
Goering, la
reestructuración industrial y bancaria realizada por el fascismo
italiano. El
aspecto "técnico" de estas medidas es, a veces, hasta tal punto
similar que varios historiadores, muy impresionados por ello, han
confundido
todo en una única "revolución de los técnicos"
(managerial
revolution). Pero el hecho de que un liberal, un comunista, o un
fascista, lanzado
al agua, se ponga a nadar para no ahogarse no dice nada sobre su
filosofía
política.
En
los "estudios" sobre el fenómeno fascista se ha buscado llegar a
una
"definición del objeto" ‑sobre todo por parte de los autores
marxistas ‑ basándose en el hecho de que los regímenes
fascistas conservaron la
estructura "capitalista" de la producción. Por parte de los
autores
liberales se ha insistido, en cambio, en la similitud de la estructura
política
"totalitaria" impuesta por regímenes fascistas y comunistas.
Todo
esto era, y es, extremadamente cómodo para dar vida a la nunca
desaparecida
polémica entre corrientes distintas del espectro político
del igualitarismo.
Pero a la vez refleja el tremendo error y el absurdo de aplicar estas
"definiciones" al fascismo.
Que
ciertas fuerzas económicas, aquí y allá, hayan
decidido sostener económicamente
al fascismo, en una cantidad mucho menor de lo que se ha dicho y en
base a un
cálculo que habría de revelarse como erróneo, es
un hecho sin significación
alguna; todos podemos comprobar hoy en día como organizaciones
patronales y
grandes industriales financian regularmente a partidos de izquierda,
incluido
el comunista... Para el observador objetivo debería estar muy
claro que la
elección de un sistema económico era "diferente en
sí misma" para el
fascismo, únicamente dictada ‑más allá de
intereses de clase, que no reconocía
y de ideologías que no eran las suyas ‑ por lo que, desde su
punto de vista,
consideraba que era el interés nacional o el interés
común (Gemeinnutz) y, en
función de esto, por consideraciones de eficacia. Lo que, en
definitiva,
preocupaba al "fascista", era sustraer a las fuerzas económicas,
movidas solo por intereses económicos, la posibilidad de dictar
al país su
política; y, después, plegar a todas estas fuerzas
económicas al respeto de los
intereses nacionales formulados en función de los fines a
alcanzar por la
"comunidad popular" (Volksgemeinschaft), a fines ‑dicho entre
paréntesis‑ cuya naturaleza era "metapolítica". Que, en
este intento,
los regímenes fascistas hayan actuado con mayor o menor
sabiduría, con mayor o
menor éxito, es un problema cuyo debate podría llevarnos
a conclusiones
negativas posiblemente. Es también evidente, por otra parte, que
los regímenes
fascistas tuvieron una vida efímera y que muy pronto la guerra
les impidió
proceder a la maduración de la revolución política
y social que se proponían.
El
problema del "totalitarismo" nos lleva a un problema fundamental de
la "filosofía de la política". Toda sociedad (o
más exactamente, comunidad)
es, cuando quiere estar "sana", totalitaria, en el sentido de que
admite un solo "discurso", el inspirado por el principio que informa
y conforma a la comunidad y, a la vez, constituya el "vínculo
comunitario". Así la ecumene católica no admite
más que el "discurso
cristiano" en el catolicismo y hoy los sistemas democráticos,
tras el
periodo de crisis y de confusión de ideas de la primera
postguerra, no admiten ‑como
es lógico, por otra parte ‑ más que el "discurso
democrático" y
prohiben terminantemente el "discurso fascista" (que está
inspirado
en un "principio" opuesto).
En
los sistemas democráticos "liberales", por otra parte, el
“discurso”
social se traduce en un "debate", contraposición de discursos
"opuestos" aunque inspirados en un mismo principio. De hecho, como ya
se ha dicho, un "principio" entra en la historia como mito, y en su
fase mítica no manifiesta, ni en su discurso ni en sus acciones,
los
"contrarios" de su propia dialéctica, captados aún como
"unidad"
y armonía. El principio igualitarista tuvo su fase mítica
con la "ecumene
católica", que fue objetivamente tal, incluso en el campo
político,
mientras los poderes soberanos tuvieron fuerza suficiente ‑sobre todo
espiritual ‑ para asegurar la “unidad de los contrarios", para impedir
que
una "dialéctica" del Logos cristiano‑igualitarista se
manifestase y
concretase en formas religiosas, políticas y sociales opuestas.
Pero cuando el
"mito" en cuanto tal perdió su fuerza y decayó, se
inauguró una
"dialéctica" que, muy pronto, se manifestó en los planos
eclesiásticos, políticos y sociales. Se empezaron a
sentir, a advertir
"contradicciones". Por ejemplo, en el plano religioso se formuló
la
contradicción entre el mitema del dios omni‑previsor y
omni‑predeterminante y
otro mitema, el de la gracia y el arbitrio libre, con la consiguiente
fractura
del ecumene y la contraposición de las Iglesias; los
teólogos de la Reforma y
Contrarreforma no se basaron ya en el mito e hicieron formulaciones
cada vez
más "ideológicas". Desde el punto de vista superhumanista
de la
historia, lo que estaba ocurriendo es que el "principio
igualitarista" estaba pasando de su fase mítica a la fase
“ideológica", en la que se separan y contraponen los
"contrarios" dialécticos que, progresivamente, van a concretarse
en
"realidades" objetivas políticas y sociales, entre las cuales
están
los distintos "partidos”.
En
esta segunda fase la "conciencia igualitarista" deviene más
profunda:
quiere traducir la "igualdad de las almas ante Dios" en
"igualdad del hombre en cuanto que ser político,(ciudadano) ante
las
instituciones humanas". Esto conduce a la "evolución
democrática" (cuyas manifestaciones a veces son violentas,
hablándose
entonces de "revolución") y, rápidamente, ‑en el paso
hacia la
democracia ideológica ‑ en la aspiración y la voluntad de
una "igualdad de
los hombres ante la naturaleza" entendida esta en todos sus aspectos.
En
esta última fase, que evidentemente es la que se halla en curso
‑siempre desde
el punto de vista del superhumanismo la "dialéctica" objetiva de
los
contrarios es cada vez más señalada como un
obstáculo a la unidad y a la
armonía efectiva de la “ecumene humana": de ahí el auge
del
"internacionalismo", el "cosmopolitismo", y ‑paralelamente ‑
el esfuerzo "científico" volcado a afirmar en el "discurso"
y en la realidad objetiva una última síntesis que no
vuelva a provocar a su vez
una nueva oposición de los contrarios. El genio de Hegel, y
después de Marx, ha
consistido en haber interpretado perfectamente, cada uno a su modo (el
segundo
con una visión filosófica menos profunda y más
incierta, pero con una gran
visión política formulada además con gran
capacidad "de agitación")
esta voluntad de síntesis del hombre y de la sociedad
conformadas por el
principio igualitarista.
Evidentemente
el historiador constata que Marx, si bien ha sabido hacer tomar
conciencia a
los igualitaristas de su voluntad de alcanzar una última
síntesis (y anotemos
al paso como las Iglesias cristianas, o incluso ‑más
genéricamente ‑ las
monoteístas, se encuentran también ellas empeñadas
en un esfuerzo de
“abstracción y síntesis ecuménica") no ha sabido
sin embargo indicar el
método para conseguirlo. Los regímenes marxistas del este
europeo, regiones
fundamentalmente extrañas a la antigua ecumene católica y
después a la "dialéctica
ideológica" del occidente europeo, han sostenido que esta
última síntesis
podía alcanzarse mediante un "proceso" forzoso, imponiendo
mediante
una violencia continua la unidad definitiva de los contrarios; de
ahí su
"totalitarismo dogmático". Todo el trabajo actual de los
"demócratas" occidentales, marxistas incluidos, no es otra cosa
que
este esfuerzo por encontrar el camino hacia esta última
síntesis que sea
verdaderamente, una espontánea síntesis y unidad de los
contrarios.
¿Es
posible esta última síntesis habida cuenta de que ella
comportaría el fin mismo
de la historia, del devenir "histórico" del hombre?. Formular la
pregunta y pretender dar respuesta a una "cuestión
última" es
encontrarse ante la clásica "antinomia de la razón". Si
la historia
humana tiene una predeterminación que trasciende al hombre, para
dar una
respuesta sería necesario conocer la naturaleza de esta
predeterminación, por
lo que la definición es "racionalmente" imposible (por que la
predeterminación trasciende al hombre). Si, en cambio, es el
hombre quien crea
libremente ‑su propia historia, hay que admitir que esta última
síntesis sería
posible si la humanidad entera, con plena conciencia, la desease y
tuviera
"capacidad" de alcanzarla. Pero precisamente esta última
circunstancia obliga al campo igualitarista a realizar, una
represión absoluta
del "fascista". Por que el "fascista" no quiere este “fin
de la historia" propuesto por el igualitarismo y lucha, por hacerlo
imposible, además de creer que esto es "materialmente imposible".
De
cuanto se ha dicho sobre el “igualitarismo" debía inferirse
claramente,
para el lector, cual habría sido la "auto‑comprensión"
del llamado
totalitarismo fascista, que quizás convendría llamar
"dictadura",
"magisterio", y que morfológicamente se asemeja al tipo de
"administración del poder" de la ecumene católica y de
todas las
"formas comunitarias" en fase mítica. Por otra parte la
dictadura
fascista reflejaba objetivamente la naturaleza mítica de su
discurso y con esto
satisfacía también dos exigencias fundamentales. La
primera de estas se
desprendía de la situación de "crisis" total en la cual
el propio
fascismo, al alcanzar el poder, precipitaba a todas las “instituciones"
políticas y sociales preexistentes (conformadas por el principio
igualitarista)
y a los mismos "componentes humanos" de la sociedad, es decir, de una
comunidad que había cesado, desde su punto de vista "fascista"
de ser
una "comunidad orgánica". La segunda exigencia, que se solapa
con la
primera, no es menos esencia e inmediata: la necesidad de informar y
conformar
el "material tosco" (las "ruinas" de que hablaba Nietzsche)
de acuerdo con el "principio" superhumanista, afirmar en todas
partes, en el cuadro de un "orden nuevo", la unidad y la armonía
de
todos los contrarios.
Desde
este punto de vista "fascista", por citar un ejemplo, el
corporativismo del régimen italiano aparece como un "compromiso"
impuesto quizás por la situación objetiva, ya que
permitía al menos formalmente
la expresión de un cierto "clasismo" al contraponer las
organizaciones
de empresarios y de trabajadores; mientras que el más coherente
nacionalsocialismo alemán, organizó a todas las fuerzas
productivas en un
Frente del Trabajo Alemán, D.A.F., que quería ser
"orgánico" para
reflejar la organicidad de la comunidad del pueblo, la
Volksgemeinschaft.
En
otras palabras, puesto que el "fascismo" oponía comunidad a
sociedad
y pretendía refundir la sociedad "encontrada" por él, en
una
comunidad orgánica, los regímenes fascistas intentaron
reprimir, mediante el
aparato totalitario, las tendencias igualitaristas esparcidas por todas
partes
y, a la vez, emprender mediante el apartado "dictatorial" fundado en
la institución del Jefe (Duce, Führer)‑ la
"educación" de un nuevo
"tipo" humano, esforzándose en consolidar y suscitar
progresivamente
en todos el "principio" superhumanista fascista, creando y reforzando
así el nuevo "vínculo comunitario": de ahí el uso
intenso de las
técnicas de la psicología de las masas, de ahí la
"mística", el
"ritual", los "símbolos" emotivos, la creación de
organizaciones (sobre todo en el III Reich, pero también en
Italia) con un
carácter de "Orden" destinadas a satisfacer, con sus distintas
"misiones", los distintos "temperamentos" humanos y en
particular los varios "temperamentos" fascistas.
El
historiador debe aquí preguntarse si, aceptando a título
de hipótesis el
análisis nietzscheano de la sociedad y la cultura europea, los
"movimientos" y los "regímenes" fascistas de la primera
mitad de siglo no han aparecido demasiado pronto, prematuramente, o
dicho más
exactamente, si no debían su emergencia, su afirmación, a
circunstancias
fortuitas ‑en la apariencia y tan solo en ellas ‑ que anticipaban el
futuro
previsto por Nietzsche. El preveía que su movimiento (este es el
término que
usa realmente: Bewegung) podía afirmarse solo sobre las ruinas
del sistema
social y cultural existente. Ahora bien, en la primera postguerra
mundial, los
sistemas políticos y la cultura igualitarista aún no
estaban en ruinas, tan
solo atravesaban una crisis espiritual (con la aparición masiva
y
"subversiva" del comunismo) a la que se unió otra,
económica esta. En
Alemania, país vencido, "castigado" y casi totalmente privado de
la
solidaridad del "sistema" internacional, la crisis fue sentida como
verdaderamente
apocalíptica. También en Italia las cosas ocurrieron
así, pero limitándose solo
a ciertos estratos en los cuales estaba muy viva la frustración
por la
"victoria perdida". Hoy sabemos que el sistema igualitarista estaba
en realidad aún bastante fuerte, o dicho desde un punto de vista
nietzscheano,
no había agotado aún sus resortes espirituales y
materiales.
El
historiador debe también reconocer que la aparición del
fenómeno fascista ha
constreñido, aunque sea negativamente, a reconocer al campo
igualitarista cual
es su verdadera naturaleza, a tomar una mayor conciencia del
"parentesco" de sus diversas formas espirituales y políticas y
admitir (al menos en los hechos) que obedecían todas a un mismo
principio
inspirador, el igualitarista o judeocristiano, llámesele como se
quiera. Para
cristianos, liberales, demócratas, socialistas, comunistas, el
"fascismo" era el adversario absoluto, frente al cual todos sienten
una absoluta obligación de "solidaridad": es el
"antifascismo". Las manifestaciones del "antifascismo"
pueden incluso aparecer como grotescas, a causa del evidente
oportunismo
político de las distintas facciones, pero responden en
definitiva a una
estricta exigencia "moral" para cualquier que pertenezca al campo
igualitarista.
Con
la victoria sobre los regímenes fascistas, el "antifascismo" se
ha
traducido lógicamente en una "represión" absoluta del
fascismo y de
sus manifestaciones políticas. Pero esta lógica
represión tiene consecuencias
paradójicas, cuando menos a los ojos del historiador, y en la
medida en que es
posible considerar historia a los últimos treinta y cinco
años es decir, una
situación que se prolonga en la actualidad. Ocurre que cuanto
más se afirma el
"principio igualitarista" en cada detalle cotidiano de la vida
cultural y política europea, tanto más se afirma el
antifascismo. Así, que el
"fascismo" adquiere una "existencia negativa" tanto más
fuerte cuanto más claro es el triunfo del adversario. Ahora
bien, este
existencia negativa es también una realidad (un poco como es
realidad la
"antimateria" de los microfísicos) y deviene objetivamente como
un
vacío sociopolítico que quiere ser colmado en alguna
manera. El
"fascismo" renace así constantemente, como potencialidad, aunque
sea
inmediatamente reprimida, y continuamente son ‑por decirlo así ‑
regenerados
los “fascistas", forzados entonces a la vida de las catacumbas. Pero
este
vacío que supone la existencia negativa del fascismo en la
Europa actual
reclama también una "acción fascista" que, prohibida a
los
“fascistas" acaba por ser inconscientemente asumida por los sectores
marginales del campo igualitarista, los que más sufren la
lentitud del
"progreso", la discrepancia entre los ideales proclamados y las
realidades vividas: el occidente grupos terroristas de extrema
izquierda, en
oriente el ala derecha de la organización del Estado, con
recurso a la
disidencia tras vanos intentos de recurso a la "reforma" interna del
partido y del sistema.
Ciertamente en los países de Europa
occidental existen partidos o grupos políticos sobre los
cuales pesa la acusación
de “fascismo" y que como tales quedan marginalizados respecto del
espectro
"democrático antifascista". Pero como ocurre ‑en muchos casos ‑
que
gran parte de los miembros de estos partidos o grupos no son en
realidad
fascistas, hay que concluir que estos no son, objetivamente,
"fascistas", ya que, forzados por la situación, se ven obligados
a
moverse en una legislación que prohibe el "discurso" y la
"acción" fascistas. Desde el punto de vista "fascista",
estos
partidos tienen una utilidad, al constituir un peligro, por que estos
partidos,
como queda dicho, falsifican necesariamente el "discurso" y la
acción
fascistas.
Además
la contingencia histórica, esto es, el hecho de vivir en una
sociedad liberal,
ha inducido casi siempre a estos partidos a plantarse en posiciones
liberales y
exclusivamente "anticomunistas", recurriendo cada vez más a un
"discurso liberal". Ha ocurrido y continuará ocurriendo
fatalmente,
que ‑por otra parte ‑ los fascistas "refugiados" en estos partidos no
cesan de provocar tensiones y escisiones; por otra parte estos partidos
pasan a
ser "recuperados" a partir de determinado momento por el sistema
(aunque éste continúa rechazándolos formalmente
por tener necesidad de seguir
azuzando contra el "fantasma" del fascismo a las masas), contribuyendo
a preservarlo.
La
existencia del fascismo es hoy, casi exclusivamente, una existencia
negativa;
ésto es lo que los movimientos y regímenes fascistas de
la primera mitad del
siglo han dejado como herencia a los hombres que se adhieren al
"principio
superhumanista". Es una herencia que los condena a las catacumbas; y es
una herencia ‑el historiador debe admitirlo, con referencia a la
experiencia de
lejanos pasados ‑ cuyo valor no es nada desdeñable.
NOTAS:
(1)
‑ Todos los entrecomillados aparecen así en el original.
(2)
‑ Todas las negritas aparecen así en el original.
(3)
‑Existe versión española de este libro: "El Asalto a la
Razón" Ed.
Grijalbo. Barcelona, 1975.
(4)
‑ Existe versión española de este libro: "Los lenguajes
totalitarios", Ed. Taurus. Madrid, 1974.
(5) ‑ Existe versión española
de este libro:
"Hitler me dijo". Ed. Hachette. Buenos Aires, 1940.