I.— LÁPIDA Y FLORES

     Te había prometido, Cuquis, colocar una lápida de piedra sobre la tierra que te cubre. Esta misma  tarde acabo de cumplir lo prometido. Qué honda satisfacción me ha producido verla colocada ya. De las losas que sacamos arreglando la iglesia de Pedredo,  elegí la que mejor podía servir a mi deseo. La traje  en el coche. Y sin más labra que escuadrarla un poco a ojo de buen cubero, he grabado en ella tu nombre y la fecha de tu muerte.

    Trabajo le ha costado a mi impericia de improvisado cantero. Nunca había cogido en mis manos ni el cincel ni la pesada maza. He tardado bastante; pero poco a poco y rato a rato fueron apareciendo las letras y las cifras. Era muy dura la losa, y muchos golpes hubo que dar; veces había que dolían las manos, cansadas del monótono golpear el cincel sobre la dureza de la losa. Pero, al fin, todo salió como uno deseaba. Lo encuadré todo en cuatro líneas. Y líneas, letras y cifras van pintadas de color rojo, como tu sangre.

    Entre el pozo y la losa quedan los geranios y el rosal; al pie de la tumba, el evónimo, siempre verde. Todo el conjunto hace bello. Todo por ti, mi querido e inolvidable perruco. Como contraportada de este futuro libro irá una foto de esta tumba.

      Con qué esmero y cariño lo cuido, regando las flores y arrancando las hierbas salvajes y bastardas, que nacen alrededor. Apuntan ya los botones, rica promesa de bellas y olorosas flores.

      Pero me duele, Cuquis, que haya personas, que al verlo, se sonrían con fatua compasión hacia tu amo. Creen, con toda seguridad, que el cura está casi loco. Déjales, perrín, que piensen lo que quieran ¡Qué saben ellas de los misteriosos acordes del corazón...!

                                         28-VII-79