NO
MÁS GUERRA
Erin Pizzey
He leído el artículo
'El rostro de la desesperación' de Nuala Fennell con profunda
nostalgia. Recuerdo bien mi primera visita a Harcourt Terrace, en
Dublín. La enorme casa, al igual que mi propio albergue de
Chiswick, rebosaba de madres desesperadas, acompañadas de sus
hijos. Me gustó mucho que el comité de Womens Aid de Dublín
estuviese integrado por hombres y mujeres. La experiencia personal
me había enseñado que mi madre era tan violenta como mi padre.
Siempre pensé que era una terrorista doméstica. En mis recuerdos,
aún puedo verme a la edad de seis años tratando de convencer a mi
profesor de la escuela de Toronto (Canadá) de que los enormes
maratones de mis piernas los había causado mi madre al azotarme
con el cable de la plancha. El profesor se negaba a creerme. Mis
padres trabajaban en el Foreign Office, por lo que la idea de la
violencia doméstica era impensable. Sin embargo, mis dos padres
eran violentos, y ambos tenían antecedentes familiares de
violencia y trastornos. El comportamiento excéntrico y
disfuncional de mi padre era conocido entre las personas que
trabajaban con él. Perdía con facilidad los estribos y se
enfurecía e insultaba a la gente. Al igual que muchos niños de
hogares violentos, no teníamos amigos. Sin embargo, mi madre
gozaba de gran estima, ya que se comportaba como un ángel en la
calle y como el mismo demonio apenas traspasaba el umbral de su
casa. Pero no había testigos de su comportamiento violento.
En aquellos
primeros tiempos no había albergues en Irlanda, por lo que muchas
de las mujeres que huían de la violencia en Dublín acudieron al
albergue de Chiswick. Nuala menciona en su artículo mi película
'GRITAD SIN HACER RUIDO, O LOS VECINOS LO OIRÁN'. Cuando la
película se exhibió, la historia narrada en ella por una
sollozante mujer irlandesa conmovió a la audiencia del país. Esa
mujer había huido de su casa en Irlanda temiendo por su vida y
dejando tras ella tres niños. Era una auténtica víctima de la
violencia de su marido. Necesitaba un albergue, un buen abogado
que lograse que sus hijos se reuniesen con ella y un lugar seguro
para vivir lejos de su marido psicópata.
Rose también
llegó de Irlanda con siete niños y, al igual que ellos, había sido
golpeada salvajemente. Su violento marido, que era un conocido
delincuente, había abusado también sexualmente de los niños.
Pronto se puso de manifiesto que Rose también maltrataba a sus
hijos y seguía ejerciendo su oficio de prostituta en las calles de
Chiswick. Rose no sólo era víctima de la violencia de su marido,
sino también víctima de la violencia y los abusos sexuales
sufridos en su propia infancia. Sin nuestra ayuda y nuestro
asesoramiento constante, las perspectivas de sacar a Rose y a sus
hijos de ese círculo de interminable violencia no parecían muy
halagüeñas.
Los hijos
varones de Rose seguían el ejemplo de su padre. Montaban en cólera
cuando se sentían frustrados y se pegaban entre ellos o sacudían a
otros. Ambos padres imponían su autoridad a patadas y puñetazos y
los chicos habían aprendido esas primeras lecciones demasiado
bien. Las niñas volvían contra sí mismas su rabia y su cólera, se
automutilaban y provocaban peleas entre los demás niños. Las
tiendas locales pronto se quejaron de que las niñas robaban y
merodeaban alrededor de los lavabos de caballeros pidiendo dinero
a cambio de mostrar sus incipientes pechos. Nunca pude entender
cómo los llamados 'expertos' imaginaban que sólo los niños se
contagiaban de la violencia familiar y que las niñas gozaban de
algún tipo de inmunidad. Rose y sus hijos necesitaban nuestra
ayuda y, de hecho, vivieron a nuestro cargo durante varios años.
Rose, al igual que mi madre, era una mujer proclive a la violencia
y no sólo necesitaba un albergue, sino también una terapia.
A finales de
1974 ya me había dado cuenta de que no se podía prestar apoyo
general al movimiento feminista inglés por su radical odio a la
vida familiar y a los hombres. Sabía que buscaban una causa
legítima para justificar su odio a los hombres y obtener ayuda
económica. Pronto inventaron lemas tales como 'todas las mujeres
son víctimas inocentes de la violencia de los hombres' y
difundieron cifras falsas para dar legitimidad a su intento,
coronado por el éxito, de adueñarse del movimiento contra la
violencia doméstica.
Sólo ahora, 30
años más tarde, empezamos a descorrer las cortinas políticas que
impedían ver la causa de la violencia existente en la intimidad
del hogar. Con frecuencia, los hombres son los peores enemigos de
sí mismos cuando se trata de identificar el comportamiento
violento de las mujeres. La mayoría de ellos son renuentes a
reconocer la violencia de su pareja, y tratan de excusar el
comportamiento violento de la mujer atribuyéndolo a un estado de
nerviosismo o a la tensión premenstrual. Además, los hombres
saben que admitir que las mujeres los maltratan da pie al ridículo
y a la incredulidad. Mi padre, con una estatura de 185 m, vivía
atemorizado ante mi madre. Ella era una mujer menuda, de 144 m,
pero sus accesos de cólera eran aterradores. Cualquier intento de
investigar el comportamiento violento de las mujeres trae consigo
amenazas de violencia. Susan Steinmetz, que escribió el primer
libro sobre mujeres maltratadas, recibió amenazas de muerte, no
sólo para ella, sino también para sus hijos. Yo también fui
perseguida y, finalmente, opté por el exilio político. Por
entonces, la violencia doméstica era ya una industria de un millón
de dólares y la negativa a tener en cuenta los problemas de los
hombres obedecía en parte al deseo de no compartir ese filón.
Durante mi estancia en los Estados Unidos atendí casos de
pedofilia en los que eran tantas las mujeres como los hombres que
habían abusado de niños. Ahora sabemos que las relaciones entre
mujeres son las más violentas de todas, lo que quita todo sentido
al lema 'todos los hombres son maltratadores'. Todavía en la
última conferencia de AMEN, celebrada en Dublín con asistentes de
ambos sexos, fui acusada de 'echar la culpa a la víctima' cuando
hablé acerca del comportamiento violento de las mujeres. ¿Por qué
debe haber conferencias, programas de televisión y periódicos
dedicados a examinar la violencia de los hombres y una censura
estricta de esas fuentes de información cuando se refieren a la
violencia de las mujeres?
Cuando abrí el
primer albergue que existió en el mundo para víctimas de la
violencia, creía que los hombres y las mujeres trabajarían juntos
en el intento de erradicar la violencia en la familia. Entonces
creía, al igual que ahora, que la violencia es un modelo de
comportamiento aprendido en los años de la infancia. En mi
trabajo, enseño que todos nosotros interiorizamos la personalidad
de nuestros padres, y que el bien que ellos siembran al comienzo
de nuestras vidas nos ayuda a ser personas afectuosas y generosas.
Si lo que interiorizamos es la violencia de nuestros padres y
carecemos de ayuda para extirpar lo que hemos asimilado, es
probable que acabemos repitiendo sus trágicas tendencias. Creo
que, sólo con que Womens Aid de Dublin uniese sus fuerzas con
AMEN, el más importante grupo del mundo de ayuda a los hombres
maltratados, podrían lograrse grandes avances. La violencia es
parte de la condición humana, y siempre necesitaremos albergues
para las víctimas que huyen de ella. Si los dos brazos de las
soluciones a la violencia familiar pudiesen unir sus fuerzas, el
mensaje resultante sería muy positivo para otros albergues en todo
el mundo. El mensaje sería que, en este nuevo milenio, los hombres
y las mujeres pueden deponer sus armas y forjar con ellas rejas
para arar y plantar la herencia de las generaciones futuras. Esas
generaciones serán nuestro legado a un mundo en paz.
© Erin Pizzey
(Artículo
publicado por primera vez en Irish Times, el 9 de junio de 2000.
Traducido y publicado con permiso de la autora.)
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Para quienes no
estén del todo familiarizados con la personalidad de la autora,
diremos que Erin Pizzey es irlandesa y fundó en 1971 el primer
albergue para mujeres maltratadas. Por entonces estaba metida en
el cogollo del feminismo, pero en seguida se distanció del
movimiento, al ver por dónde tiraba, hasta el punto que le
hicieron la vida imposible, le cerraron el albergue y tuvo que
exiliarse a Nuevo México. El libro en que cuenta las experiencias
de ese albergue ("Proclives a la violencia") fue sistemáticamente
censurado y perseguido por las feministas, hasta el punto de que
un recuento que se hizo a través de internet en 1997 sólo se
encontraron 13 ejemplares en todo el mundo (bibliotecas y
librerías on line). Mientras otras (y algún otro) cobraban las
subvenciones, ella se dedicaba a trabajar y a sacar adelante a sus
siete hijos adoptados (y otros dos naturales). Para las feministas
radicales Erin Pizzey ha sido como un dolor de muelas. Lleva
treinta años tratando de arrancarles la máscara, como tantas otras
feministas igualitarias que salieron huyendo del feminismo como de
la peste cuando vieron el rumbo que tomaba.