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El
27 de octubre se cumplieron 30 años del día en que se difundió
el premio Nobel de Química que Luis Federico Leloir recibió en
Suecia. Un acontecimiento que puede ser motivo de reflexión para la comunidad
y, en particular, para los dirigentes del país. Nuestra generación
tiene la responsabilidad de haber recibido un país rico (después
de la Segunda Guerra Mundial) y les vamos a dejar a nuestros hijos un país
entre los más pobres del mundo (excepción de los africanos y algunos
americanos). Tenemos un tercio de la población entre los marginados,
desocupados y pobres sin esperanza. Hemos ignorado el poder de la ciencia y
la tecnología. Hemos despreciado nuestra verdadera riqueza, la inteligencia
del pueblo. Los jóvenes se van y la comunidad científica argentina
en el exilio es cada vez más importante. Hoy, el ejemplo de Leloir, que
parecería que hemos olvidado, puede ayudarnos a desafiar el futuro, sin
cometer los errores del pasado.
En oportunidad de escribir
en Ciencia e Investigación un artículo sobre los esposos Cori,
que habían recibido en 1947 el Premio Nobel de Medicina (compartido
con el doctor Houssay), Leloir señaló: : El éxito de
sus trabajos de investigación, que les ha valido el premio Nobel se
debe a dos factores principales: genio y trabajo fuerte". El, en ese
momento, no sospechaba que con estas últimas palabras estaba describiendo
el mérito de su propio éxito unos años más tarde.
Hablar de la personalidad de Leloir no es tarea fácil para mí,
temo por mi falta de objetividad, ya que conviví con él más
de 30 años en forma ininterrumpida en el Instituto de Investigaciones
Bioquímicas de la Fundación Campomar, donde se generaron fuertes
lazos afectivos. Pero, por otro lado, esa proximidad me permite dar testimonio
cierto de haber observado sus condiciones excepcionales como experimentador
nato, su permanente curiosidad intelectual, y un legítimo amor por
la verdad.
Las cualidades que normalmente se encuentran dispersas en distintas personas,
en él estaba reunidas: inteligencia, agudeza, orden extremo, fuerte
poder de concentración. Para un observador ocasional, podría
parecer que todo le resultaba más sencillo, porque lo hacía
con gran naturalidad, pero en realidad todo era fruto de una labor incansable.
Tenía una rutina de trabajo nada espectacular, pero sí una fuerte
pasión por el conocimiento nuevo, casi obsesiva.
Un aspecto algo desconocido de su personalidad era su genuino interés
por nuestro país. Se lo veía con frecuencia muy preocupado por
el futuro de la Argentina. Como investigador nato tenía un gran entusiasmo
por el progreso científico tecnológico en todo el mundo, pero
en algunas oportunidades me comentaba su preocupación porque acá
se mezclara la política con la ciencia. Se lamentaba de nuestro estancamiento
científico tecnológico. Pero en general de política prefería
no hablar con nosotros, tal vez para no desanimarnos.
En un reportaje, cuando
se habló de que algunos añoraban la época en que la Argentina
era el granero del mundo, Leloir fue terminante al afirmar que: "El país
no puede seguir confiando en las riquezas naturales". Añadiendo
luego: "Hubo un cambio muy grande (en el mundo) desde que la fuente de
riqueza pasó de los campos a las fábricas y ahora los descubrimientos
científicos. El principal problema es que esto no es comprendido por
nuestra sociedad, en sus distintos niveles. En particular, los empresarios
y los dirigentes del gobierno".
Son interesantes las
palabras que pronunció Leloir -que no se destacaba como orador- cuando
inauguró el Instituto de Investigaciones Bioquímicas de la Fundación
Campomar. Y lo hizo destacando la falta de interés por el progreso
científico-académico en todos los altos niveles del país
(incluidos los gobernantes), a quienes sólo les interesaban los resultados
tangibles de la investigación aplicada o tecnológica; entonces
mencionó en su discurso el caso de Faraday. Cuando éste ya era
famoso por sus contribuciones en el campo de la electricidad -recordó
Leloir- después de una conferencia en la que anunciaba sus últimos
descubrimientos, una señora le preguntó: "Dígame,
señor Faraday, ¿para qué sirven todas esas cosas?"
La respuesta fue otra pregunta: "Dígame, señora, ¿para
qué sirve un niño recién nacido?" Si la señora
vivió lo suficiente, pudo observar cómo los brazos del niño
recién nacido, que era la electricidad, se extendieron por todos y
hasta los últimos rincones del mundo.
Por
el Dr. Héctor Carminatti, ex presidente del Instituto de Investigaciones
Bioquímicas de la Fundación Campomar
Diario
La Nación, 5 de noviembre de 2000
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