UNA SINGULAR CELEBRACIÓN DE LA FIESTA DE LOS MÁRTIRES DE LA TRADICIÓN

 

José María Gil-Robles y Quiñones, dirigente de la democracia cristiana durante la II República y uno de los consejeros de mayor peso del llamado Conde de Barcelona después de la guerra, era hijo del carlista don Enrique Gil y Robles, eximio catedrático de la Universidad de Salamanca y autor del notable Tratado de derecho político según los principios del derecho y la filosofía cristianos, estampado a fines del siglo XIX, y reeditado precisamente por su hijo en el decenio de los sesenta del XX, una de las obras cumbres del pensamiento tradicional del momento. En uno de sus libros de memorias cuenta José María Gil-Robles que, en la ciudad del Tormes, a principios del novecientos, la celebración de los Mártires de la Tradición consistía en una Misa que celebraba un viejo canónigo carlista, a la que asistían sus padres, a quienes él acompañaba, tras la cual se iban todos a desayunar chocolate con picatostes. Así de decaído estaba el carlismo derrotado en el 1876, tras los manejos de la Restauración canovista y, en particular, de la llamada Unión Católica, con sus sinuosos designios de arrimar al molino del "liberalismo (pseudo) católico" las aguas del catolicismo político. El autor de la confidencia habría de ver el resurgir de los Tercios de Requetés durante la Cruzada de 1936-1939, tras asistir –aunque de lejos– a la reorganización de la Comunión Tradicionalista durante el período republicano en que él tuviera actuación tan distinguida como errada, por mor del inefable Ángel Herrera, cerebro de la democracia cristiana durante decenios, al servicio de la República como del General Franco, superado tan sólo por sus hijos "propagandistas" tras la deriva conciliar.

El profesor Francisco Elías de Tejada, tan agudo siempre como cortante, y con un paralelismo de cierta perfidia que prefiero no colacionar aquí, escribió a este propósito que Gil-Robles –a diferencia del otro personaje recordado en su plutarquiano escrito– siempre fue el carlista que acolitaba la Misa de los Mártires, y que sólo el embrujo nefasto del abogado del Estado devenido luego cardenal de la Santa Iglesia le habría alejado de su natural, entregándole a las doctrinas erradas en cuyo servicio quemó su vida. (A este propósito con el polígrafo extremeño venía a coincidir, tanto en el haz como en el envés, un monárquico que Rafael Gambra llamó "realista", por decir "posibilista" –sólo dinásticamente, pues sería injuria decir otra cosa de quien fue celoso cancerbero doctrinal–, Eugenio Vegas Latapie, a quien tengo por uno de mis maestros más queridos y constantes. Vegas, que descargaba de responsabilidades a Gil-Robles, y que no tenía simpatía por el comparado con éste por Elías de Tejada, era bien severo, y no sin razón, con Herrera, a quien hacía en buena medida culpable de cuantiosos desatinos antes, durante y después de nuestra guerra).

Pues bien, tras este largo preámbulo, quizá forzadamente encajado en lo que pretendía ser una modesta crónica, quisiera evocar una singular celebración de la festividad de los Mártires de la Tradición en este año de gracia de 2002. En el exilio, cerca de donde padeció cautiverio Don Carlos V, en un castillo que perteneció a la rama más antigua de los Borbones franceses, aunque excluida del orden dinástico, y que ha heredado de su madre, la Reina Doña Magdalena, vive S. A. R. Don Sixto Enrique de Borbón. De allí, en un pequeño automóvil, el pasado 9 de marzo, sábado, y víspera de la fiesta instituida por su tío abuelo el Rey Don Carlos VII, salió acompañado de un sacerdote español y argentino –es decir, doblemente español–, del modesto relator de esta crónica y de su secretario particular. En un colegio cercano a Châteauroux, revestido de ornamentos de exequias, precedido –según el uso litúrgico– por quien esto escribe, que hizo de acólito, salió a celebrar el Padre José Ramón García Gallardo la Santa Misa según el venerable rito codificado por San Pío V. Como asistentes, Don Sixto y el benemérito Lionel. Finalizada la Misa, y terminadas las oraciones de despedida en castellano, los cuatro cantamos con emoción el Oriamendi, entre la sorpresa de los estudiantes que merodeaban por los alrededores de la capilla.

Después, a cuenta de la avanzada hora vespertina, vino no el chocolate con picatostes salmantino, sino la cena a la francesa, con caracoles y pato, regados moderadamente de buen vino de Borgoña y acompañado el postre por un excelente aguardiente. La conversación, muy animada, nos llevó a las distintas celebraciones que ese mismo día reunieron a los carlistas en toda España. En particular la que en San Fermín de los Navarros, también con la liturgia tradicional de la Iglesia, celebrada de nuevo por un sacerdote argentino, y buen amigo, don Gabriel Díaz, diocesano de San Luis, hacen los carlistas madrileños. Y a la que, anticipadamente, se había producido en las Pampas, en Lihué-Calel, con el recuerdo siempre vivo de José Ramón García Llorente. Muchos amigos, leales, fueron recordados. Y muchos proyectos, esperanzados, se fueron desgranando en un ambiente de gran cordialidad y emoción. Ese es el secreto de nuestra Comunión, el que la ha hecho perdurar, gracias a la misericordia divina, por entre los decenios, más allá de las divisiones y las defecciones: la encarnación de la Tradición en una Legitimidad. Tenemos un Señor a la cabeza de nuestras fuerzas. Hoy igual que ayer. Tantos años después de Don Carlos VII, que instituyó la fiesta para honrar a los leales de su abuelo Don Carlos V, el heredero de la Dinastía, Don Sixto Enrique, ha querido celebrarla también. Con un puñado de leales. Que Dios, Señor de Cielos y Tierra, nos ayude.

M. Ayuso


Comunión Tradicionalista

Agencia FARO