Evocación escolar de la Guerra de las Malvinas

 

L.I.A.

 

 

Recuerdo aquel dos de abril de mil novecientos ochenta y dos. Todavía estaba yo en el colegio, cursando el bachillerato. Habíamos sufrido ya bastantes años de propaganda y de enseñanza pacifista, antipatriótica, antihispánica. Pero quedaban rescoldos. Muchos nos entusiasmamos con la reconquista argentina del archipiélago. Seguíamos con avidez las noticias. Las comentábamos en los recreos y en las clases. Discutíamos con progres, con proto neocons. Nos enorgullecíamos, desde un viejo rincón de la vieja España, de las gestas de aquellos pilotos, hermanos nuestros de Ultramar. Jaleábamos el impacto de los «Exocet» en los buques británicos.

 

Me puse una insignia con la bandera argentina, que llevé hasta bastante después del triste final de las hostilidades. De entre los jesuitas del colegio, los sin sotana —casi todos— la ridiculizaban, o me mandaban quitármela. No hice caso.

 

Supimos entretanto que aquella triste Unión de Centro Democrático (ahora en el PP y en el PSOE), en sus postrimerías, apresó y expulsó a los comandos argentinos que iban a atacar la base pirata en Gibraltar. El mismo Gobierno que permitía a los comandos etarras campar y asesinar a sus anchas. Aquella traición a la Hispanidad nos indignaba.

 

Supimos que los Estados Unidos prestaban su asistencia a la flota británica, y que los gobiernos de España y de casi todo el mundo negaban municiones y suministros a Argentina. Tuvimos la impresión de que la junta militar de Buenos Aires, a diferencia de sus «carapintadas», sus soldados, sus aviadores y sus marinos, no ponía todos los recursos para lograr la victoria.

 

Un día de tristeza, frustración y rabia, llegó la noticia de la caída de Puerto Argentino en manos británicas. Supimos también de la crueldad gratuita de éstas y de su conducta traicionera, que ya se había mostrado el dos de abril. Para muchos adolescentes de aquella España desorientada y alicaída, la galante gesta argentina fue la última ilusión. Después se entregaron al europeísmo, a la mofa del patriotismo, a la vergonzosa «objeción de conciencia» al servicio militar o a su evitación con subterfugios. Pronto nos uncirían a la OTAN los mismos que vociferaban contra ella. Sólo nos resistíamos unos pocos.

 

Pero esos pocos seguimos mirando al frente. Para los jóvenes tradicionalistas de entonces vinieron años de esfuerzos por la reconstrucción de la Causa. Íbamos a restaurar la Comunión para traer la Monarquía tradicional, la Monarquía hispánica. La Hispanidad de los cinco, de los seis continentes. Algunos pequeños éxitos nos llenaron de ilusión y de esperanza.

 

Veinticinco años después, nos queda la esperanza. La ilusión la dejamos en el camino. La reconstrucción del Carlismo fue saboteada —a veces consciente, a veces inconscientemente— por quienes vinieron no para servir, sino para utilizar la Comunión Tradicionalista como instrumento de sus particulares políticas, o de sus beaterías, sus vanidades o sus ocios.

 

Quienes en la vieja España podamos hoy compartir esta evocación, debemos compartir también la de los argentinos, la de los hispanoamericanos todos. Volvamos a mirar al frente. La situación de nuestras patrias es bastante peor que entonces. Los jefes de Estado y de Gobierno de España y de Argentina compiten en vileza, en falsedad, en entrega al extranjero. La reacción es, todavía, muy pequeña. Pero crece otra vez. Si no nos dejamos desviar del camino, quizá esta vez logremos llegar. Las Españas grandes, la más perfecta expresión de Cristiandad política que Dios ha permitido sobre la tierra, pueden significar el cambio de rumbo del mundo. Merece la pena luchar por ellas.

 

 

 

 

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