El Presidente no quiere aprender

Por René Balestra

ROSARIO

La universidad, la que le da a uno diplomas sustanciales no es la de la Sorbona, la de Oxford, o Salamanca. Es la universidad de la vida. Pero –siempre hay un pero– para aprovechar sus enseñanzas se necesita un elemento previo sin el cual todo lo demás es inútil: ganas.

Como observadores de la vida política actual, comprobamos cotidianamente la resistencia tenaz que el presidente de la República opone a las enseñanzas que la realidad le ofrece. La realidad, por empezar –y, casi podríamos agregar, para terminar– siempre es porfiada, sólida, contundente. Carece de la plasticidad que quisiéramos, y ésa es una de sus principales enseñanzas. José Ortega y Gasset señaló que la diferencia entre el adolescente y el hombre maduro consiste en que el primero cree que la realidad puede modificarse a instancias de sus deseos mientras el segundo sabe que tiene una estructura y una velocidad que no guarda relación con sus anhelos. La posibilidad de modificarla pasa, precisamente, por esta paradoja: el adolescente lo intentará infinidad de veces sin lograrlo. El hombre maduro, después de mucho esfuerzo, puede que corone su intento con éxito. Por eso, precisamente, es simpático observar el decir y el hacer de ciertos adolescentes y es agobiador sufrir esos comportamientos en gobernantes que hace décadas han abandonado la pubertad.

No, desde luego, como una ley física inapelable, como si dijéramos la atracción universal (porque no existen, en los asuntos humanos y políticos, leyes de esa naturaleza), pero sí como una tendencia, se advierte que el desaliño comienza en el vestido, sigue en el lenguaje y termina, casi inexorablemente, en la conducta. Es una comprobación abrumadora que el siglo XX nos ha ofrecido a manos llenas y es un impulso que parece que va a seguir entre nosotros en este nuevo siglo. El Presidente debería tenerlo presente. Ese aparente abandono menor que él tiene con los botones de su saco o con sus zapatos mocasines, con ciertas licencias gramaticales y con el cumplimiento de los horarios nos hacen acordar de esos señoritos madrileños que tienen docenas de pantalones impecables en sus roperos y que salen a la calle con uno roto, como una travesura ocurrente. Al obrero de ese mismo Madrid, al habitante del Rastro o de los barrios pobres que tiene un único pantalón roto, le da vergüenza que lo vean así. Por eso, cuando sale, lo hace con el pantalón impecablemente zurcido. El Presidente tiene un formidable espejo que refleja lo que estamos diciendo. Lula, el presidente de Brasil, es un hombre de orígenes sociales extremadamente modestos. Por eso cuida en extremo su presencia, su agenda y su lenguaje. No se permite licencias en ese orden de cosas. Como no tiene dos o tres generaciones pudientes detrás, no se permite ciertas flojeras ceremoniales.

No se necesita pertenecer a la iglesia católica para aprender de ella. Los que se han casado siguiendo sus ritos, bautizado sus hijos y concurrido a misa tendrían la obligación de tener en cuenta sus enseñanzas. Desde luego, no se trata del derecho canónico y menos aún de problemas de liturgia. Se trata, simplemente, de observar su composición y su acción. La Iglesia es, etimológicamente, iglesia porque viene del latín ecleccia, que significa asamblea, y es católica porque viene del griego katolicós, que significa universal. Esa asamblea universal de creyentes debería enseñarle al presidente Kirchner una lección de tolerancia, paradójicamente, republicana. Blandiendo una causa legítima, como son los derechos (no es necesario agregar humanos, aunque aceptamos el pleonasmo), el primer mandatario encabeza una cruzada purificadora. Como toda campaña purificadora, tiene aliados y protagonistas turbios. Por ejemplo: adoradores de regímenes despóticos, halagadores de golpistas extranjeros, panegiristas del crimen a medida de sus gustos o intereses. Todas las persecuciones implacables terminan transformándose en hogueras y, lo que es peor y puede convertirse en un riesgo extremo para la democracia, a los ajusticiados en santos. Por momentos, se transmite a la sociedad argentina de nuestros días la sensación de que no es el proceso o su propio compañero Carlos Menem el objeto de sus diatribas, aunque así se lo diga (el Presidente tiene ministros y colaboradores que lo fueron de Menem y que también fueron funcionarios del proceso) sino alguien que ya no está y que encarna la gran paradoja de nuestros días: el que los echó de la plaza cuando eran adolescentes.

La inmensa lección que toda vida social sana ha dado a través de los siglos –y continúa dándola– es que nunca puede ser pura como el agua destilada, porque el agua destilada no se puede beber. Tampoco puede ser podrida, porque no es asimilable. Tiene que ser potable. Lo que significa aceptar ciertos grados de impureza y contaminación. El Presidente debería aprender. Debería tener ganas de aprender la lección del agua potable. Pero la más importante lección que la vida humana ofrece y que muchos –demasiados– se resisten a seguir es que cada uno de nosotros necesita al distinto, al diferente, al que no es y no piensa como somos y pensamos nosotros. Y los necesitamos porque gracias a ellos sabemos quiénes somos.

Pero, además, el Presidente debería aceptar –porque nos negamos a creer que no lo sepa– que su llegada al poder, por las especialísimas circunstancias de la vida argentina, fue a través de una puerta estrecha. Después de haberla atravesado, tuvo la formidable sorpresa de que la sociedad proyectara millonariamente sus deseos en él. Pero ese apoyo es hijo legítimo de la coyuntura. El Presidente debería aprender de los franceses, que algo saben de política. Ellos dicen que la opinión pública es una emperatriz nómade. Todos estamos asistiendo en estos momentos a los desplazamientos de esa emperatriz.

Como colofón, y teniendo en cuenta a Máxima en el trono de Holanda, en ese país tienen y practican una máxima, precisamente, que el Presidente tiene que aprender y adoptar: “Actúa con naturalidad, que eso ya es lo suficientemente extravagante” (Doe maar gewoon, dan doe je al gek genoeg).

La Nacion, 9 de septiembre de 2004
El autor fue diputado nacional. Es abogado, periodista y escritor