Todos
somos Yuqui
Pablo
Cingolani
Es
de noche, acabo de comer mi cena -caliente la
comida, caliente la casa- enciendo el computador y
empiezo a teclear: los Yuqui se están muriendo.
Los
dientes se me alargan como diría Miguel, se eriza
mi piel, se está erizando pensando lo fácil que
es anotar esas palabras. Tengo todo para hacerlo y
ellos no tienen nada y lo peor: se están
muriendo, arrasados por un hongo del demonio que
los estraga y la tuberculosis (que también mataba
a los obreros) que no quiere que vivan más.
Entonces,
vuela mi corazón hasta Chimoré, hasta el
asentamiento donde otros los forzaron a vivir, a
vivir tan mal que ahora se están muriendo: los
devasta la enfermedad pero no sólo eso. Los hace
sucumbir el desarraigo, el alcohol, la negación
de su identidad, el hambre, la imposición que
sufrieron.
Si
de algo sirven los computadores, poder comer bien,
vivir seguro, y todo lo que puede resumirlo como
sistema de convivencia –llamémoslo democracia-
es el respeto y el valor que le asignamos a la
diversidad. Todos somos iguales en la diferencia.
Todos. Y todos somos valiosos, más aún los Yuqui
¡que se están muriendo, carajo!
Vuelo
más allá, más atrás, más adentro: cuando los
Yuqui eran libres, cuando vivían de acuerdo a sus
conocimientos y sus tradiciones, cuando no se
estaban muriendo como ahora.
Me
los imagino sedientos de fe en sí mismos: por
algo algunos han pretendido estigmatizarlos,
escribiendo que “no conocían ningún método
para encender fuego” para considerarlos uno de
los pueblos más “primitivos” del planeta. Eso
justificó la acción de los pretendidamente
“civilizados”: así los obligaron a vivir
contra sus principios –en nombre de Dios, claro-
y vivir en contra de los principios en los cuales
uno cree, se sabe, es la forma más trágica de ir
muriéndose de a poco.
Eso
sucede con los Yuqui: ¿cómo puedes sobrevivir si
alguien te roba el alma? El alma Yuqui era la
selva y sus espíritus, era el caminar y los
dioses que te amparan en la travesía, era la
libertad.
Hoy,
recluidos en una cárcel virtual pero no menos
real, se están muriendo, se están muriendo y yo
tecleando en la computadora del dichoso siglo XXI.
El asqueroso siglo donde una globalización a cañonazos
pretende imponer una cultura única: la de la
comida que te mata y la televisión que te
anestesia. No más Yuqui, no más irakíes, a
menos que se sometan y se traguen Burguer King y
se enchufen a la CNN.
Al
grano: no debemos permitir que un pueblo entero
desaparezca. Arde París y por algo es: no podemos
aceptar que un nuevo etnocidio se produzca en
pleno siglo XXI. No debemos ni podemos aceptar no
sólo la situación actual que padecen los Yuqui
sino también la que involucra a otros pueblos que
son parte de la Bolivia profunda –de ese país
que no miramos porque no queremos ver- como son
los Araona, los Pacaguara, los Yaminagua, los
Ayoreo. Si no tomamos conciencia de la gravedad
del asunto –esto es: de la necesidad de
preservar la vida y la identidad de muchos de
nuestros pueblos originarios- estos desaparecerán
de manera irremediable en pocos años.
Esto
sería una tragedia sin atenuantes y algo que
debería avergonzarnos de antemano. Parafraseando
a Drummond, un pueblo son todos los pueblos. Cada
vez que un pueblo originario desapareció –me
sacuden la memoria los últimos fueguinos-, la
humanidad no sólo perdió una parte sustantiva de
su acervo histórico, la experiencia vital de
aquellos que ocupaban un determinado territorio
desde siempre y por ello conocían sus latidos
como ninguno; cuando un grupo humano y su cultura
desaparecen para siempre, la especie humana –un
hombre son todos los hombres decía el gran poeta
brasileño- no sólo pierde su historia sino su
dignidad.
No
debe haber pretexto –ni la crítica situación
que padecemos todos en países como el nuestro
–gracias a ese poder hegemónico absurdo que se
caga en los matices porque lo suyo es siempre
verde, no verde de naturaleza sino del maldito dólar-
ni menos la estúpida supervivencia del racismo y
de las teorías darwinistas de sobrevivencia
social frente al avance de esa pretendida
modernidad- que justifique que no se realicen
todas las acciones posibles para evitar esta nueva
hecatombe étnica en ciernes, para impedir que
tengamos que informar que el último yuqui ha
muerto.
*
* *
Un
excepcional reportaje (1) firmado por Guísela López
y anunciado en la portada de la edición dominical
de El Deber, el periódico más prestigioso de la
ciudad de Santa Cruz de la Sierra, nos ha alertado
de las terribles enfermedades que se están
devorando a la población Yuqui en medio de una
pavorosa situación sociocultural que, como
siempre, demuestra aquello de que las minorías
indígenas son los más pobres entre los pobres
del planeta. Son los verdaderos condenados de la
tierra.
Si
esto que escribo tiene algún valor, es para sumar
voluntades y acciones concretas para salvar a los
Yuqui de este final anunciado. Sé que ahora hay
muchos que ya se están moviendo para que eso no
suceda –son amigos, son funcionarios del
gobierno, son seres humanos- pero se precisa más:
más acción y más voluntad.
Los
Yuqui son nuestra historia, nuestra memoria y son
nuestra dignidad. Un pueblo son todos los pueblos,
un hombre son todos los hombres. Los Yuqui deberíamos
ser todos. Todos somos Yuqui.
La
noche es más profunda aún. Los ruidos de la
calle han dejado de existir y las estrellas son
las únicas que me acompañan. Busco acabar este
artículo para luego apagar la computadora e irme
a dormir a mi cama. Caliente y segura. Lo único
que me animo a escribir es: los Yuqui se están
muriendo. Hagamos algo pero hagámoslo ahora antes
de que sea demasiado tarde para hacer cualquier
cosa. Todos somos Yuqui |