GABRIEL MIRÓ. "LIBRO DE SIGÜENZA" (último capítulo donde el protagonista pasea por el barrio de Argüelles a la anochecida. |
LIBRO
DE SIGÜENZA
GABRIEL MIRÓ
SIMULACIONES
( LLEGADA A MADRID) No
recuerda ahora Sigüenza dónde ha leído -el no anotar, el no marginar el
estudio, dejándolo que se le
transfunda como elemento de la propia sangre, le incapacita para ser
erudito o crítico-; no recuerda dónde ha leído que la moderna
arquitectura metálica, de sostenes y costillajes monstruosos separados
del organismo del edificio, osamentas de hormigón, vértebras y
articulaciones de cemento, tiene sus antepasados en los contrafuertes,
arbotantes y bizarrías del arte gótico. Pues
las formidables y chatas locomotoras Pacific tendrán también, por lo que
atañe a su sirena, un antecedente de música litúrgico. El
silbo con ondulaciones y quiebros de tonada, el rugido en nota única,
larga, enronquecida, hirviente, de gañiles rojos, se vocaliza en estas máquinas
de los trenes del Norte, y profieren un salmo, un haz de notas acordadas
dentro de un cañón de órgano negro.
Desde que anochece hasta la madrugada, los Magnificat de los
expresos, los Maitines de los mixtos, las antífonas de las máquinas-pilotos,
todo el rezo de las horas ferroviarias sale del coro umbrío de la estación
esparciéndose por el barrio de Argüelles.
Barrio de Argüelles: solares todavía de tierra gruesa de bancal;
parcelas amarillas y mondas como un hueso, con rebanaduras geométricas;
vallados donde se guarecen obradores humildes bajo una higuera que se va
forjando en rofía y herrumbre;
edificios recientes, edificios forasteros ,con
elegancias de maestro obras, con lejas de balcones celulares,
terrazas ateridas y ascensor fabricado en Valladolid; casas castellanas
con su espinazo de tejas; palacios con ábsides y veletas de capillas, y
follajes inmóviles de los huertos profundos; palacios con pináculos y
bolas y dintel de Carlos III; hoteles particulares seudoclásicos y
hoteles "franceses"; rinconadas con bancos y abetos del
Municipio; muros de ladrillos rojos de hospitales, de residencias, de
cuarteles; paredes de monasterios; apariciones de un bulevar con campechanía
y mugres de arrabal; jaulas de andamiaje; torres como cipreses de pizarra;
palomas azules que rodean la mirada abierta del reloj parroquias... Barrio
de Argüelles, con su estatua de cantero, donde paran los tranvías.
Rosales: casas caras, la más alta del general Weyler; sombrillas
bermejas de los fanales eléctricos de las horchaterías y el horizonte de
paisaje de estampa arcaica de fondo de Madrid, con arboledas románticas
del Real Patrimonio y el sueño azul de la tierra de frío. Barrio de Argüelles está sentado al sol poniente y al filo
de una sombra de quintana; trae ropas de palmilla y de percal, de lienzo
hilado a la lumbre y <le tapices de grandes de España, y entre los
rotos se le ve la carne desnuda de los yermos.
Tiene unas orejas siempre distendidas y ávidas, que oyen la lejanía,
y una boca fresca que, de noche, hasta pronuncia claramente el silencio.
Ecos sensitivos que tienden en una calle enlosada el terror de un
mastín que huye por la carretera de Galicia; con qué precisión no cogerán
y devanarán los cánticos sagrados de las máquinas Pacifíc.
A veces, se acerca el resuello de un tren junto a las vidrieras, y
Sigüenza se aparta como si evitase el aletazo de un murciélago.
Suben balbuceos de locomotoras que iban a resonar y se callan, como
si se equivocaran y se pusieran una mano en el aliento.
Sigüenza ya les sonríe familiarmente; le parece que reposen la
cabeza corpulenta y dócil sobre sus hinojos, mientras él se queda
mirando el cielo estrellado, toda una plaza estelar
donde se deshojan pálidas y finas las estrellas veloces de las noches
calientes. Hoy cruzan más;
danzan y se buscan, dejando una respiración azul de su carne de astro.
Pasan muchas con una picardía y jovialidad de doncellas, aprovechándose
de la quietud de nosotros. Hay
un rato de calma; hay menos balcones iluminados; no se arrastra el ruido
calderero de los tranvías, y hasta las locomotoras se duermen recostadas
en los andenes de portland, o están ya lejos, en la noche de los pinares
de Ávila... En
la orilla del paseo de Rosales ha tendido Sigüenza su bastón, como un
romancista que va mostrando el lienzo de su leyenda. -Estos
árboles de la hondonada son sóforas, que ahora tienen las bayas
retorcidas. Al lado está San
Antonio de Goya. Ya te llevaré. Los árboles siguen el camino real de Galicia, que, lejos, se
trueca en dos: el de Gijón y el de La Coruña... Aquellas frondas de la
planicie alta me parece que vienen del Puente de Segovia, acompañan la
carretera de Extremadura.
En el horizonte, a la izquierda, sube el caserío y la torre de
pico de cigüeña de Leganés. A la diestra, tienes los encinares del Pardo, que casi se
juntan con los follajes frescos de la Casa de Campo.
Hubo un tranvía que el tiempo ha sepultado como a una ciudad bíblica... Yo
no pude resistir mi pasmo. -¡Sigüenza,
todo lo sabes! -Es
verdad; todo lo sé; todo lo sé a costa de un amigo. Es uno de esos hombres que nos socarran porque algunas veces
nos adivinan los pensamientos. Ágil
para la réplica y la zumba, hace que recuerde que Diódoro el dialéctico
murió súbitamente de la vergüenza de no haber hallado una frase
ingeniosa contra su enemigo. Yo,
por eso, no moriré, gracias a
Dios.
Yo me miro más a mis anchas y a solas, sin fatuidad, pero sin
mengua de mi aprecio. Quédese
para los santos el llamarse y sentirse, Henos de vil y hediondo",
"gusano de la tierra" y otras humildades.
Sencillos como palomas y cautos como la serpiente quiso el Señor
que fuésemos. Eso está muy
bien. Todos amamos las
palomas, y la malicia de la sierpe es de una elegancia perfecta.
Ya sé que se arrastra, pero tan graciosamente que no lo parece.
Lo demás son vilipendias contra sí mismo, de encendida mística,
que Dios los tolera, aunque no los apetece.
Porque si los que han subido todas las cuestas de la perfección se
dicen viles y abominables, y se lo creen sin serio, a nadie dañan; pero
si a los medianos y a los peores les diese por despreciarse con tan
ingenuo acento, acabarían por ser todo lo que se dijesen con un sadismo
contra su corazón peligroso para los demás.
Esto que te digo, siendo tan leve, y si alguna vez te contase cosas
de más enjundia, advierte que no quisiera que pasaran por ironías.
La ironía pensada muy de antemano; la ironía como pragmática de
conducta, de arte y de diálogo, es casi una farsa, una chocarrería
contrahecha de ingeniosidad. Tiene
ese amigo mío una felicidad irresistible para los que no pueden ser
particioneros: la de la exactitud del tiempo.
Si un reloj oficial tañe horas, consulta el suyo, y si la hora que
trae es la misma de las campanadas, su gozo llega a ostentar una sonrisa
de acusación contra mí. Le
he visto acercarse con avidez a las vidrieras de los obradores de relojes
para consultar el cronómetro coronado por el rótulo que dice: "Hora
exacta". Delante de ese
cristal, frío y austero como la frente del Kempís, tomaba su reloj y lo
acariciaba, y parecía que le instase a seguir las enseñanzas infalibles
del tiempo sabiamente medido. Comunicándosele
la hora exacta sentíase poseído de todas las exactitudes biológicas y
éticas. Tuve el prurito de esa posesión, y con el fervor honrado del
que copia la virtud sin remedar al virtuoso, cotejé mi hora con la del
cronómetro y la acomodé a la suya.
Pero no todos hemos nacido con la misma capacidad de disciplina
para las perfecciones. Ya era
yo dueño, como él, de la hora exacta. ¿Qué haría yo con ella? ¿Para
qué la quería? Cuanto
pensase y acometiese se hallaba bajo los rigores de la hora exacta.
Comencé a vivir con una pesadumbre, con un agobio del tiempo
implacable. La hora exacta corre; yo la tengo, y desbordo de su órbita y
me oprimo en su medida; me estaba ancha y corta; hasta que se paró mi
reloj, y torné al cauce del tiempo, que corría según mí sangre. Este hombre es el que, de improviso, se pone delante de mis ojos, me hinca los lentes de los suyos y dice que sabe lo que sucede en el hondo de mi ánima. Aquí
Sigüenza toma aliento, mira reposadamente el confín, y con tono distraído,
añade: -Cuando
se nos promete la adivinación de nuestra guardada humanidad nos
apercibimos para una réplica en el enjuiciamiento de nosotros mismos, a
veces de más rigor que el ajeno, pero rigor del que se derive siquiera el
elogio de nuestra capacidad de crítico de nosotros mismos.
Entonces nos desdoblamos en crítico y criticado.
Lo importante es que nuestra personalidad predomine.
Hay quien, hablando de sí mismo, llega a "imitarse" con
una lírica apócrifa, episódicamente, tan sentida, que nosotros, al
calar su inocencia y creerle con razón embustero, cometemos una
injusticia. Y todavía peor:
pensando ruinmente de otro, le invitamos a la ruindad, le guiamos a su término,
y cuando llega nos gloriamos de nuestro presagio y nos dolemos del mal que
se nos hace. Pero no nos
regodeamos, porque resulta que ya lo ha dicho Séneca... Volvamos al
amigo, que de pronto me dijo: -Ya
sé lo que usted tiene: un hambre de mar; una desnutrición sensitiva sin
Mediterráneo. Es
verdad: hasta la piel y el olfato de Sigüenza necesitan del unto salino y
del olor de las aguas azules. Lo
peor fue que ese hombre le aconsejara el remedio. Parece que en Madrid puede tenerse, si no el mar, al menos la
emoción del mar. Ha de ser
de noche en Rosales; allí, en el paisaje, fermenta una sensación marina;
un mar desolado, torvo, plácido, según el firmamento; con luces de la
costa, de barcas de pesca. Es
el consuelo de la falta del mar... Nada tan peligroso como el retoricismo
en el consejo de una simulación. Sigüenza
marchó a Rosales en busca del Mediterráneo.
No estaba. Entonces
abrió su alma al goce campesino, y el campo no le abrazó. Porque la emoción es ella y no una equivalencia de otra. Cruza
una estrella. Esa estrella
pondría una banda de felicidad sobre la cúpula destellante de un faro... 1919.
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