(Capítulo V del libro “Nuestra Plataforma,
Bases del Sionismo Proletario)
El sionismo proletario es un
producto complejo de la prolongada historia del desarrollo ideológico del
proletariado judío. Pero si separamos de él todo lo que tiene de casual, de
local, y de transitorio, todos los sacudimientos que obstaculizan inevitablemente
el desarrollo normal de los procesos sociales trascendentes, hallaremos una
línea de consecuencia inalterable, en concordancia directa con la ley de la
economía de fuerzas.
Como todo otro movimiento social,
así también el desarrollo del pensamiento proletario es un producto del
conflicto entre la necesidad de las amplias masas y la imposibilidad de
satisfacerla. Los factores que determinan el conflicto operan en dos
direcciones fundamentales: en la del conflicto social directo entre el desarrollo de las
fuerzas productivas y el estado de las relaciones
de producción en que viven; y en la del conflicto nacional directo entre el desarrollo de las fuerzas productivas y
el conjunto de las condiciones de
producción en las que actúan. Estos conflictos plantean ante el proletariado
judío dos problemas fundamentales: el problema social y el problema nacional; y
le Imponen dos tareas básicas: la eliminación de las antiguas formas de
producción que obstaculizan el desarrollo normal de sus fuerzas productivas, y
la anulación de la presión nacional, que constituye un obstáculo no menor a su
libre desarrollo.
El conflicto social es siempre más
claro y más cercano al obrero, que el conflicto nacional. El primero se libra
dentro de la esfera de las relaciones personales entre el obrero y el patrón; y
el régimen capitalista, al entregar al obrero el control sobre el movimiento de
los instrumentos de producción, lo coloca, de facto, en posición ventajosa para
la lucha La explotación económica del asalariado, por un lado, y la posibilidad
de éste de recurrir a la huelga por el otro, confieren al conflicto social un
carácter claramente económico. Para captarlo, el obrero no tiene necesidad de
un desarrollo prolongado del mismo. Mucho más complejo es, en cambio, el
carácter político del conflicto social. Aquí los factores determinantes se
hallan más alejados de la esfera directa
del obrero, y su choque con ellos no se produce Sino en una etapa más avanzada
de la lucha económica.
Regulado por la ley de la economía
de fuerzas —el gran principio que actúa en la mecánica social, y que es, a su
vez, fruto del principio más general de la reserva de energías— cada conflicto entre
la necesidad de las amplias masas y la mposibilidad de satisfacerla, tiende,
primero, a encontrar su solución en el seno de las condiciones que lo
originaron, y sólo gradualmente madura la necesidad de modificarlas. En esta
forma, el proletariado tiende primero a la liberación económica, y sólo más
tarde adquiere su lucha un carácter político. El proletariado judío atravesó,
rápidamente, por estas dos etapas de desarrollo principales del conflicto
social: su lucha económica devino en lucha política, debido a las condiciones
excepcionalmente duras del régimen zarista ruso.
El conflicto nacional es, siempre,
mucho más complejo que el conflicto social. Aquí las relaciones personales
entre el opresor y el oprimido no juegan un papel tan importante y, junto al
carácter personal de los choques nacionales,
se destaca también el carácter Impersonal de la presión nacional. Este carácter impersonal, inmanente, de la
explotación de clase, se revela en una etapa relativamente avanzada de la
evolución ideológica del proletariado, mientras que la opresión nacional
manifiesta, de inmediato, sus rasgos super-individuales. El judío oprimido no
se enfrenta con un “gentil” particular, sobre quien recae la culpa por sus
sufrimientos. Es evidente que lo oprime todo un grupo social y que para
modificar su relación social con este grupo, no posee en la primera etapa
energías suficientes. Para poder plantear el problema en sus términos exactos,
es necesaria una agudización manifiesta del conflicto nacional, y la inversión
de una suma ingente de energías.
El pensamiento progresista no ha
abarcado todavía en toda su magnitud la cuestión nacional, en tanto que la
cuestión social ya fue objeto de estudios profundos y prolongados. Se puede
afirmar, sin temor a la exageración, que la cuestión nacional está aún a la
espera de su intérprete, y que se encuentra actualmente tan a oscuras como
algunos decenios atrás.
De ahí que las etapas de desarrollo
del conflicto nacional sean mucho más numerosas que las del conflicto social, Y
aquí entra en función la ley de la economía de fuerzas. El proletariado judío
busca, en un principio, resolver su problema nacional dentro del marco de las
condiciones que le dieron origen, y sólo gradualmente se orienta por el camino
de la verdadera solución revolucionaria: el de la necesidad de transformar
radicalmente las condiciones mismas de su existencia nacional.
Las adaptaciones primitivas y
elementales están condenadas a la desaparición, para ser reemplazadas por otras
más complejas y más orgánicas. En los conflictos prolongados, el futuro jamás
pertenece a las adaptaciones simples y primitivas. Pero mientras hacen su
aparición las adaptaciones más complejas, se extienden y se difunden las
reacciones primitivas. El futuro pertenece, sin embargo, a las formas de
adaptación complejas, por más que, momentáneamente, aparentan imponerse las
formas primitivas
Estas diferencias entre el conflicto
social y el conflicto nacional encuentran, a veces, su expresión ideológica en
el marco de un mismo programa proletario, al incluir junto a una adaptación
superior al conflicto social, una reacción primitiva frente a la presión
nacional. Semejante programa, que es progresista en su concepción de las tareas
de clase y de las relaciones de
producción, puede resultar reaccionario en su concepción del problema nacional
y de las condiciones de producción. Analizados
desde este punto de vista, los programas políticos de los diferentes partidos
proletarios judíos —excluyendo el partido de los Poalei Sionistas de la vieja
ciudad de Minsk, que nada tiene de proletario— comprobaremos que todos ellos
—el programa del “Bund”, el de los “Sionistas Socalistas” (S.S.), y el de los
“Poalei Sionistas”— son de carácter progresista en cuanto a las relaciones de
producción, a la lucha de clases y a la cuestión social; pero difieren en
cuanto a la cuestión nacional. Mientras que el programa nacional de: los
“Poalei Sionistas” es de carácter progresista y proletario, el de los “S.S.”,
en cambio, denota los síntomas de un desarrollo incompleto, y el del “Bund” es
francamente primitivo y reaccionario. El hecho de que las amplias masas del
proletariado judío siguen manteniendo su fidelidad al “Bund”, demuestra que aún
no han madurado los conflictos nacionales y que se hallan ampliamente
difundidas las adaptaciones primitivas y elementales.
El futuro pertenece siempre al
programa progresista. Los programas retrógrados están condenados a desaparecer
en el curso del desarrollo de los conflictos nacionales, por más prósperos que
sean en la actualidad los partidos que los formulan. El éxito momentáneo de un
programa no significa, todavía, que el mismo exprese fielmente los intereses y
la ideología verdadera de la clase obrera, como tal.
La misión histórica de la clase
proletaria está perfectamente definida, y es de carácter específicamente
clasista. Pero los obreros que la integran no están cortados todos por la misma
tijera, y a menudo presentan desviaciones básicas del tipo de proletario
militante. En los primeros tiempos de su aparición social, los obreros no
consiguen liberarse de muchas supervivencias reaccionarias de la época en que,
como individuos, militaron en las filas de capas sociales más rezagadas. El
proletario de hoy en día, abanderado de la lucha anticapitalista, pertenecía antes
a la pequeña burguesía y era un pequeño propietario, que, una vez arruinado y
“liberado de la propiedad”, permaneció hasta su ingreso a las filas del
proletariado en la capa intermedia de las masas proletarizantes.
En esta forma, se confunden en la
psicología de clase del obrero las supervivencias de la ideología pequeño
burguesa y de la ideología de las masas proletarizantes, y sólo gradualmente y
con la agudización de los conflictos sociales, la ideología proletaria de la
lucha de clases logra expulsar, definitivamente, las antiguas supervivencias
reaccionarias. Ello explica el por qué del éxito tan frecuente, pero pasajero,
de corrientes antiproletarias y reaccionarias, como las del
socialismo-cristiano, del anarquismo, etc.
Y aquí tropezamos, nuevamente, con
las consecuencias de las diferencias fundamentales existentes entre la
simplicidad relativa del conflicto social y la complejidad del problema
nacional. Muchas veces se afirma, con razón, que tal o cual interpretación o
propaganda oscurece la conciencia proletaria. Este “oscurecimiento” es posible
gracias al dualismo existente en la psicología del obrero y a las
supervivencias de su anterior militancia clasista. En la mayoría de los casos,
el mismo se produce en el terreno de los conflictos nacionales. Es cierto que a
veces se manifiesta también en el terreno social, como en el caso de la
demagogia anarquista. Pero el anarquismo tiene mayor éxito entre los elementos
desocupados y entre los obreros aislados de mejor calificación de trabajo. Entre
las masas compactas de las grandes fábricas, la agitación anarquista se
estrella contra la oposición de la conciencia de clase proletaria, formada,
inmanentemente, bajo la presión de los conflictos sociales prolongados. La demagogia
chauvinista se impone, en cambio, con mayor facilidad entre los obreros en
quienes el odio nacional se desarrolla junto a la aversión contra el
explotador, y junto a conceptos bastante nebulosos del socialismo.
No es de extrañar, pues, que en el
marco de un mismo programa obrero encontremos, junto a elementos proletarios
progresistas, en el terreno social, elementos reaccionarios y pequeño
burgueses, en el termo nacional. Y ello con mayor razón todavía, tratándose del
problema judío —el problema nacional más complejo y difícil del mundo. La
solución acertada del mismo exigiría la inversión de una cantidad demasiado
grande de energías: por ello las formas de reacción iniciales, son, en los
partidos proletarios judíos, primitivas y reaccionarias, y no se basan sobre
fundamentos progresistas, sino sobre e1ementos anacrónicos y pequeño burgueses,
propios del período de transición de la pequeña burguesía a las filas del
proletariado.
¿En qué consiste, pues, el problema
nacional para el proletariado en general? ¿Cómo se plantea para él, el
conflicto prolongado entre el desarrollo de sus fuerzas productivas y entre las
condiciones de producción del grupo nacional al que pertenece?
El proletariado debe ser considerado
desde dos ángulos diferentes: de un lado, como una suma de obreros que
elaboran, en conjunto, la riqueza social; y, del otro, como una clase que
desarrolla una política propia, y que lucha contra las demás clases de la
sociedad. El obrero, como tal, está Interesado en la elevación de su salario y
en el mejoramiento de sus condiciones de trabajo. Para conseguirlo debe
proveerse, en primer término, de un lugar de trabajo, entrando en competencia
con otros individuos carentes de ocupación. En la medida en que el obrero debe
competir por un lugar de trabajo, continúa perteneciendo a las masas
proletarizantes, careciendo todavía de una fisonomía proletaria definida. Esta
fisonomía sólo es adquirida después de haberse asegurado un lugar de trabajo, y
de haber iniciado la lucha contra el capital por el mejoramiento de sus condiciones
de vida. Desde ese momento, el lugar de trabajo se convierte en una base
estratégica, y la solidaridad de clase reemplaza a la antigua competencia y
lucha inter-obrera. Sin embargo, esta solidaridad no constituye una garantía
contra el retorno de la competencia: siempre amenaza al obrero el peligro de
la pérdida de su lugar de trabajo, induciéndole a una actitud defensiva frente
a sus propios hermanos de clase. El obrero vuelve a aparecer como miembro
potencial del “ejército de reserva”, aflorando nuevamente los intereses que lo
impulsan a aferrarse a su lugar de trabajo. En esta forma, en medio de
altibajos pronunciados, va cristalizándose, gradualmente, el espíritu
proletario, purificado por los sufrimientos, y templado en el yunque de la lucha
por el pan y el trabajo. Lentamente y con dificultad, se va forjando la
conciencia de clase proletaria.
El obrero que, por su inseguridad
económica. se halla encadenado a su lugar de trabajo, sin haber logrado
elevarlo a la categoría de una base estratégica, no está en condiciones de
desarrollar una acción política independiente ni de desempeñar una función
histórica importante. Se convierte en un mero protagonista de los procesos
inmanentes, pero no en dueño de su propio destino. El proletariado como clase,
excluye, en cambio, la competencia entre los obreros por el lugar de trabajo,
e impone la solidaridad de clase en la lucha contra el capital. Los intereses
del obrero coinciden con los intereses del lugar de trabajo sólo en la medida
en que el primero aún no ha logrado liberarse de la capa de las masas
proletarizantes, a cuyas filas ha pertenecido y en las cuales está en peligro
de volver a caer. Los intereses del proletariado como clase social, coinciden,
en cambio, con los intereses de la base estratégica, o sea, con los intereses
del conjunto de las condiciones en las que libra su lucha. En resumen: el
desarrollo de las fueras productivas de las masas proletarizantes, impulsa a
éstas a la búsqueda de un lugar de trabajo; el desarrollo de las fuerzas
productivas del proletariado, exige la existencia de una base estratégica
normal para la conducción de una lucha de clase efectiva. Los intereses de la
base estratégica no son menos materialistas ni más idealistas que los intereses
del lugar de trabajo, pero mientras que los primeros representan los intereses
de toda una capa social, los segundos lo son únicamente de individuos o de
grupos. En la esfera de los intereses del lugar de trabajo, Se produce no sólo
una competencia individual, sino, también, una competencia nacional entre los
obreros. El desarrollo de la base estratégica elimina tanto a la una como a la
otra. Pero es imposible luchar sin
trabajo; y mientras un grupo de obreros continúe sujeto a la competencia
nacional, no podrá librar exitosamente su lucha de clase, con la consiguiente
repercusión negativa sobre su base estratégica.
El proletariado como clase está,
pues, alejado de la competencia nacional, aun cuando ésta puede influir
indirectamente sobre sus intereses. Mientras que en la pequeña burguesía y en
las masas proletarizantes, los conflictos nacionales hallan su expresión
concreta en la lucha nacional, en el
proletariado asumen, en cambio, la forma de una cuestión nacional. Esto no significa, empero, que la cuestión
nacional se plantea ante el proletariado en forma menos aguda que ante las
demás clases de la nación. Para él, el problema nacional es un resultado del
conflicto entre el desarrollo de sus fueras productivas y las condiciones
anormales de su base estratégica —conflicto que conduce hacia la
profundización de la conciencia nacional del proletariado.
Existe, sin embargo, una diferencia
fundamental entre la conciencia nacional del proletariado y la de las demás
clases sociales. En algunas clases que conservaron un carácter de casta, la
conciencia nacional está separada de la conciencia social, actuando ambas en
forma independiente. Este fenómeno puede ser observado en los países
económicamente atrasados. Así, por ejemplo, los ricos terratenientes feudales
de Rusia son, por un lado, “genuinos patriotas rusos”; y, por el otro,
miembros de la nobleza. Como rusos se “preocupan” por el bienestar de todo el
pueblo, pero como “nobles” están dispuestos a explotar al pueblo todo. La
burguesía media, la pequeña burguesía y las masas proletarizantes, carecen por
lo general de conciencia de clase propia, la que se halla diluida en la
conciencia nacional. La conciencia de clase es anatemizada como un peligro
para la “unidad nacional”. Todas estas clases son nacionalistas. Sólo el
proletariado vincula el problema nacional a las necesidades de la base estratégica
y de la lucha de clase. En el proletariado de los pueblos oprimidos, la
opresión nacional afecta a las condiciones de la base estratégica, estableciéndose
una vinculación estrecha entre la conciencia nacional y la conciencia social.
Es importante señalar una
característica peculiar de esta vinculación. Al no tener los intereses nacionales del proletariado nada en común con
la lucha nacional, el nacionalismo proletario no asume un carácter
agresivo. Este nacionalismo es, en esencia, negativo: desaparece con la
normalización de la base estratégica se nutre de raíces negativas: de las
anomalías sociales y económicas. Esto no significa que carezca de un contenido
nacional positivo. Todo lo contrario: al nutrirse objetivamente de raíces
negativas, el nacionalismo proletario adquiere un contenido positivo. Y
ninguna clase ofrece ni puede ofrecer un programa nacional tan real como éste
que presenta el proletariado. Pero, el carácter y la procedencia negativas del
mismo, dificultan su comprensión acertada. Sin mencionar ya a los ideólogos
burgueses que jamás han comprendido el espíritu nacional del proletariado, son
todavía muchos los pensadores proletarios —y entre ellos la gran mayoría de los
“Iskritas” judíos— que no encuentran bases positivas en el nacionalismo
proletario, resolviendo en tal forma, con ligereza que es simplemente
reaccionario.
Este acercamiento errado al
nacionalismo proletario, asume, en otros grupos, caracteres deformados y
anormales. Dado que las bases del nacionalismo proletario son, objetivamente,
negativas, y al no comprender que lo negativo se transforma en el proletariado,
subjetivamente, en un programa concreto y positivo, hay quienes se hallan inclinados
a justificar su nacionalismo con frases lastimeras e inseguras:
“Desgraciadamente nos vemos obligados a realizar un programa nacional.
Hubiéramos deseado asimilarnos, pero fuimos obligados a seguir siendo judíos”.
Estas justificaciones y excusas hallan, frecuentemente, su expresión en la
propaganda y en la literatura de los “Sionistas Socialistas” (S.S.).
Pero estas curiosidades aisladas no
son sino fruto del pensamiento inmaduro. El proletariado tiene necesidad de
todo cuanto tiende a estimular el desarrollo de sus fuerzas productivas,
siéndole perjudicial todo cuanto lo obstaculice. Por ello, le resulta ajeno y
dañino, tanto el oscurecimiento de la conciencia de clase cómo el de la
conciencia nacional. El no se avergüenza de su misión social ni de su misión
nacional. Con idéntico orgullo declara: “Somos social-demócratas y somos
judíos”. Nuestra conciencia nacional es, esencialmente, negativa, y de
carácter emancipador. Si fuéramos el proletariado de una nación libre —que no
oprime ni es oprimida— no nos interesarían, en absoluto, los problemas de la
vida nacional. Y, aún hoy en día, nos preocupan menos
los problemas de la cultura espiritual, que
los de la vida socio-económica: el nuestro es un nacionalismo realista, libre
de toda injerencia “culturalista”.
Para el proletariado judío, el
problema nacional es un producto del conflicto entre las necesidades planteadas
por el desarrollo de sus fuerzas productivas, es decir la lucha de clases, y
las condiciones de su base estratégica. La base estratégica del obrero judío es
insatisfactoria, tanto desde el punto de vista económico como desde el punto de
vista político. La lucha económica del proletario judío sólo es exitosa
durante los períodos de apremio, cuando los empleadores se ven obligados a
hacer ciertas concesiones, para no malograr la temporada de trabajo. Pero una
vez finalizada ésta, vuelven a resarcirse de sus “pérdidas”. Los frutos de la
lucha económica del obrero judío desaparecen hasta la temporada próxima, en la
que vuelve a repetirse el mismo proceso, con idénticos resultados.
Pero menos satisfactoria aún es la
base estratégica, desde el punto de vista político. Dado que el obrero judío
se halla empleado casi exclusivamente en la producción de los bienes de consumo
y no desempeña ninguna función Importante en ninguno de los estadios superiores
del proceso productivo, tampoco conserva en sus manos ningún hilo fundamental
de la economía del país, en el cual vive y trabaja. El proletario judío no se
halla en condiciones de detener la marcha del aparato económico del país, como
pueden hacerlo los obreros ferroviarios y otros obreros mejor colocados. No es
explotado por el gran capital, sino por el capital medio, cuyo rol en la
producción también carece de importancia. Cuando el proletario judío paraliza
con su lucha la actividad del capital que lo explota, no alcanza a producir
perturbaciones serias en el país. El obrero judío no posee la fuerza suficiente
para luchar por sus propias demandas, sin el apoyo de obreros más afortunados
de los pueblos periféricos, y es incapaz de conseguir las mejoras más
insignificantes si sus necesidades nacionales no son compartidas por los
obreros de otra nacionalidad. Esta situación de desamparo fortalece en él los
sentimientos de la solidaridad proletaria, acercándolo a los ideales revolucionarios.
Por otra .parte, los antagonismos de clase en el seno de la sociedad judía
son, relativamente, menores que en otros pueblos: en primer lugar, por la
concentración insuficiente de capitales; y, en segundo término, porque la clase
media judía, mucho más oprimida que la de otros pueblos dependientes (lituano,
armenio, etc.) es por naturaleza de carácter opositor, proporcionando al
proletariado determinada ayuda política. Hasta hace poco tiempo atrás soportó
tranquilamente los ataques de los agitadores proletarios, ayudando
financieramente al “Bund” y a otros partidos obreros. Ahora calcula sacar mejor
provecho de una alianza con los “Kadetes”, “traicionando” definitivamente a
los partidos proletarios judíos. En estas circunstancias, el proletariado
judío está condenado a arrastrarse detrás de los poderosos movimientos
políticos obreros del país, reemplazando con una fraseología inflamada, la
falta de una fuerza de clase verdadera. En este
terreno, crecen las exageraciones más ridículas, cuya mera enunciación
rebela a todo socialdemócrata consciente y responsable.
En esta ironía dolorosa
se esconden contradicciones trágicas. Por una parte, la revolución le es necesaria al proletariado judío más que a ninguno
otro y, por la otra, la implacable presión nacional, la explotación del
insignificante, pero por lo mismo codicioso capital judío, y la nerviosidad y
el alto nivel cultural del obrero judío, morador urbano e hijo del “pueblo del
libro”, generan una poderosa reserva de energía revolucionaria y un exaltado espíritu
de autosacrificio. Y esta hipertrofia revolucionaria, encadenada a los moldes
estrechos de su base estratégica, asume frecuentemente formas grotescas. Una
enfermedad de exceso de energía, tal es la tragedia y la fuente de los
sufrimientos del proletariado judío.
Un Prometeo encadenado
que, en ira impotente, arranca las plumas del ave de rapiña que picotea su
corazón: tal es el símbolo del proletariado judío.
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