La historia segun Victoria Ocampo, sobrina
nieta de Enrique Ocampo, el homicida de Felicitas
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«Este
joven [Enrique Ocampo] se enamoró perdidamente (es decir, para su
perdición y la de su amada), de Felicitas Guerrero, viuda de Alzaga,
hombre acaudalado: gran fortuna y muchos años en comparación
con los de ella. La habían casado dicen, siendo ella poco más
que una adolescente. Felicitas, por su belleza, y la considerable fortuna
heredada, era objeto codiciado. Gozaba, suponemos, de la muy relativa libertad concedida, en esos tiempos de barbarie (respecto a la mujer), a una viuda joven de la alta clase social. No la quemaron en la pira del marido, hay que reconocerlo. Por lo tanto, se podía dar por bien servida. Felicitas (según dicen) no parecía indiferente a las declaraciones de amor del joven Ocampo. Sin embargo, un buen día (malo para los dos) se enfriaron las relaciones... ¿Por qué? Dicen... Pero ¡Qué hay de cierto en lo que la gente suele decir! Felicitas se fue a su o estancias, heredadas de Alzaga a orillas del Salado. Una llevaba este extraño y fatídico nombre: La Postrera (casi la pénultiéme de Mallarmé). La acompañaban unos parientes, parientes de la que iba a ser mi amiga, María Rosa Oliver. Una tarde, fueron a recorrer el campo y lso sorprendió el tipo de tormentas nuestras que arrancan ramas, tumban árboles, y oscurecen en poco minutos el cielo. La lluvia cayó como cortina opaca y a pesar de que felicitas y sus amigos iban acompañados por baqueanos a caballo, se perdieron. Cuando ya no sabían qué hacer, salió de los truenos, de los relámpagos, de las cataratas de agua, como un personaje del Walhalla wagneriano, un joven jinete de poncho, caballeresco y empapado. -¿Dónde
estamos?- preguntó la atribulada Felicitas, asomando entre la lluvia
su cara que deslumbró al desconocido. Cuando
Enrique se enteró de que un rival afortunado le había arrebatado
a Felicitas, enloqueció de celos. Poco después de circular
la noticia del compromiso, se encontró en la calle con Guerrero
(padre) y le advirtió: "Dígale a Felicitas que la voy
a matar". El padre no tomó en serio aquella amenaza. Pero
una tarde en que la servidumbre y alguna amiga andaban atareasídimas
en los preparativos de una comida, en casa de la novia, se presentó
Enrique y dijo que necesitaba hablar con "la señora".
Le contestaron la verdad "La señora no ha regresado aún".
"La esperaré", dijo. Felicitas
salió de su cuarto resplandeciente -suponemos- y se dirigió
a la salita donde estaba Enrique. Recomendó que no los molestaran.
A pesar de eso, la señora de Cueto (la parienta de María
Rosa, que conocía la anécdota por referencias de su madre)
se quedó cerca de la puerta cerrada (eavesdropping...). El
cadáver del joven asesino volvió en cupé a Buenos
Aires (esto pasaba en Barracas). Mi abuela contaba que nunca se olvidaría
del grito de su madre cuando vio la cara deshecha de su hijo. Este me parece un clásico crimen pasional de folletín. No tiene ninguna vinculación con el afán de dinero, ni con un vulgar camote. Quienes sueñan con un casamiento ventajoso no matan a la mujer que se les rehusa: buscan otra rica heredera (siempre las hay). Aunque en nada justifico el crimen pasional, absuelvo a Enrique de toda intención de apoderarse de los campos de la viuda de Alzaga. No era un chasseur de dote. Ni un burgués interesado. Tal vez era un demente. Demente por pasión amorosa. Contaban en familia que otro pariente nuestro, primo de Enrique, se golpeaba el pecho, durante la elevación, en misa, repitiendo: "Oro y plata mi Dios". Era niño entonces y la ocurrencia hacía gracia. Pero genio y figura... Este correcto señor no mató a nadie. Llevó una vida próspera, descolorida y respetable (en cuanto a la letra). Murió en su cama, rodeado por su prole, con todas las garantías que se estilan para pasar de este mundo a uno mejor. Enrique se fue sin estas garantías. No defiendo la locura de mi pobre tío, de cuya historia no se habló más entre los míos; a tal punto que sólo supe de su existencia cuando era una mujer hecha y derecha. Pero confieso que mi simpatía va hacia él y no hacia el otro. Para terminar con este capítulo (aunque tenemos otros skeletons in the cupboard), diré que Sebastián, padre de mamá Angélica, pasó seis meses escondido en Buenos Aires, durante la tiranía de Rosas, seriamente amenazado. Y que durante las comidas en Lavalle 777 (hoy cine Ambassador, entonces casa de mi abuelo), no se podía nombrar a Juan Manuel delante de ella sin que se levantara y saliera del comedor silenciosamente. V. Ocampo, Autobiografía, Cap.I |
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