Felicitas Gerrero, viuda de Alzaga,
intentó torcer su previsible destino femenino en el Buenos Aires de
fines de siglo pasado, el mismo que la había visto nacer en al casa
de la calle México, de antigua data, que ocupaban su padre, Carlos
Guerrero y su madre, Felicitas Cueto y Montes de
Oca.
La habían casado -sin preguntarle
demasiado- a los 16, con don Martín de Alzaga, hombre de gran
fortuna e hijo del general Félix de Alzaga, segundo hijo del primer
Martín. Fue una boda tan conveniente como despareja. Don Martín le
llevaba a la adolescente más de treinta años cuandos e casaron en
1862.
Quizás los fastuosos regalos de boda de
su novio "una cuantiosa suma de dinero y una casa en la calle
Florida, entre Bartolomé Mitre y Cangallo", datos que aporta Enrique
Williams Alzaga (La Nación, 1989) hayan encandilado su fantasía de
niña inexperta y bonita (piel mate, mirada profunda, ojos pardos y
pelo castaño oscuro, "una joya de los salones porteños", como la
consideraban los diarios de la época).
De su unión con Don Martín, nació un
niño, muy rubio y delicado -Félix- que vivió muy poco tiempo,
falleciendo a los seis años de edad, el 3 de octubre de 1869. La
desdicha llevó a la tumba un año más tarde (17 de marzo de 1870) al
señor de Alzaga, quien dejó a Felicitas, a los 26 años, viuda y
heredera universal de sus bienes.
Así, a los 24 años, se encontró en el
esplendor de su juventud y con una inmensa fortuna a su disposición.
Probablemente porque se trataba de "la mujer más bella de la
República", como la llamó Guido Spano, Felicitas vio cómo los
pretendientes se multiplicaban a su alrededor, tal vez atraídos por
su impactante belleza o por su también seductora fortuna personal.
Entonces Felicitas -ya una mujer-
intenta disfrutar del amor. Y, sobre todo, de la posibilidad de
elegir. Primero acepta a un apasionado pretendiente, Enrique Ocampo,
tío abuelo de la escritora Victoria Ocampo. Pero al verdadera
pasión llega a la vida de Felicitas un día en el que va a visitar
uno de sus campos: la estancia La Postrera. Allí conoce a Samuel
Sáenz Valiente en circunstancias románticas: hay una tormenta,
llueve, truena y él tira su poncho sobre el barro para que ella
logre bajar del carruaje.
|
La imagen y nuestro fondo pertenecen al documental "El
retrato de Felciitas" de Alexis Puig, año
2000 |
Felicitas se enamora perdidamente de Sáenz
Valiente, rompe con Enrique Ocampo y se compromete con el primero.
Ocampo entra en una crisis de amor y celos enfermiza. Amenaza con
matar a Felicitas (se lo dice al padre, don Carlos Guerrero), pero
nadie le cree.
Una noche -la del 29 de enero de 1872-
Felicitas llega de compras y se encuentra con la visita inesperada
de Ocampo. No quiere recibirlo, pero finalmente accede. Y aquí
sobrevendrá el horror: la discusión acalorada, a gritos.
Dicen que él no soportó la idea de que ella
perteneciera a otro hombre, también cuentan que ella no se dejó
presionar:"Soy dueña de mi vida"... "Y después de un rato un tiro, y
otro tiro..." (Autobiografía I, Victoria Ocampo). Acudieron los
hombres. Se encontraron con Felicitas, ensangrentada, agonizante y
Ocampo, desquiciado, con el revólver en la mano. Sin darle tiempo a
nada, uno de los primos de Felicitas, Cristian Demaría, mató a
Ocampo de dos balazos, aunque hay quienes dicen (y la "historia
oficial" lo dice) que se suicidó pero lo cierto es que a Ocampo
se lo despidió en la iglesia, como a cualquier católico, lo que
habría sido inaceptable si se efectivamente se hubiera quitado la
vida. De todos modos, fue Felicitas la víctima mayor de un crimen
casi de folletín.
Fue el hacendado de origen español, Carlos J.
Guerrero quien llegado en su juventud a Buenos Aires, introdujo en
el país la raza de vacunos Aberdeen Angus (llamados popularmente
"caras negras", ya que se trata de animales habitualmente negros en
su totalidad).
Los primeros animales Aberdeen Angus,
importados por Guerrero de Inglaterra, fueron el toro "Virtuoso" y
las vaquillones "Aunt Lee" y "Cinderella", que llegaron a nuestro
país en 1879. Su matrimonio con Felicitas Cueto y Montes de Oca lo
emparentó con la alta sociedad porteña. Con motivo de la trágica
muerte de su hija Felicitas, a Carlos J. Guerrer se debió también,
en homenaje a la desventurada joven, la construcción de la Iglesia
de Santa Felicitas.
Revista Noticias, 9 de enero de
1994 |