Escudo de Cuenca Provincia Santa Cruz que llevó Fray Francisco a Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela, años de 1643 - 1646

1.-Relato primero.- (De cómo estuvo en Cuenca, y pasó al Andalucía, y dio la vuelta en breve a Castilla)

                            Salió de Madrid nuestro Francisco, por huir las ocasiones referidas, fue a Cuenca; y en aquella ciudad tuvo amistad con una mujer principal, recatada y de hacienda, y por huir ésta pasó al Andalucía; y entrando a servir en Lucena en una casa principal, luego se le ofreció otra ocasión de una mujer de buen porte; y juzgando él que aquellas pláticas miraban a casamiento, salió presto del engaño, porque la mujer se le declaró que era casada, y quedó sin saber lo que haría, y en esta ocasión logró los auxilios celestiales.

Esto fue el año 1613, en el cual una noche, estando durmiendo, tuvo un sueño, y en él le parecía que estaba en el convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, delante del Santísimo Sacramento del Altar, y que con toda atención y reverencia miraba la Sagrada Hostia. Los efectos de este sueño fueron movérsele el corazón con gran vehemencia a dejar la Andalucía y volver a Madrid; y no obstante que en Lucena tenía una comodidad muy ventajosa, andaba como fuera de sí, y no podía reposar, ni pensaba en otra cosa si no era en el convento del Carmen; tanto fue, que luego se puso en camino y vino a Madrid, y fue al convento, y en él entró a servir al P. Fray Juan Maello; fue este Religioso conocidamente el instrumento que tomó Nuestro Señor para la conversión de Francisco; y se puede decir que fue hijo de su espera, y de su paciencia, porque cada día se le sacaba el demonio, y cada día le volvía a recibir, hasta que por los rodeos que se verán, vencidos los peligros del mundo, logró las seguridades de la Religión.

En este tiempo, estando sirviendo al P. Fray Juan Maello, tuvo otro sueño muy profundo, y en él vio unas tinieblas demasiado densas y obscuras, y en medio de ellas una luz como la estatura de un hombre, y aunque durmiendo le parecía que tenía particular temor y grande asombro de aquella luz, extrañando él en sí tal cobardía, y vio que la luz se le venía acercando, y que de en medio de ella salió una voz y le dijo: -No temas; prosiguió diciendo: -Estoy en penas de Purgatorio; aconséjote que seas muy devoto del Santísimo Sacramento del Altar.- Despertó, y quedó tan admirado de este sueño, que mucho tiempo después de ser Religioso siempre tenía delante de los ojos esta consideración, y le servía de ejercicio, porque formaba este concepto y decía: ¿Es posible que Silo Abalos esté en el Purgatorio? ¿Un hombre tan buen cristiano que jamás le vi jurar, ni maldecir, ni cosa digna de reprensión, antes con todas sus acciones, palabras y ejemplo edificaba; hacía muchas obras de misericordia, y, aunque pobre, en lo que podía socorría a los necesitados, quitándolo de su comida; que todos los días oía tres Misas, frecuentaba los Sagrados Sacramentos, y todo él era piedad y virtud? Si para éste hay Purgatorio, ¿qué habrá para mí? 

Esto sería a fines del año 1613, y en los principios del 1614 tuvo otra maravillosa visión; ésta no pudo distinguirla si había sido en vigilia o entre sueños, y fue: que vio un Ángel de rara hermosura que con mucho agrado se iba acercando a él y traía una carta en la mano, y conoció, intelectualmente, que la carta era de Nuestra Señora la Virgen Santísima; y también conoció que era para él la carta, y que contenía estas solas palabras: –El viernes irás allá; y con esto desapareció la visión, la cual le dejó con un género de gozo indecible, con una quietud de espíritu admirable, con un fervor en su corazón tan extraordinario, que jamás le había tenido ni a su consideración había llegado.

2) Relato segundo.-

                                        En esta ocasión de su enfermedad, el demonio, que no perdía tiempo, dispuso que una mujer principal y de caudal, con quien había tenido amistad en Cuenca, en esta ocasión hubiese venido a Madrid y llegase a saber que estaba herido y en el Carmen, la cual hizo empeño por todos los caminos posibles de sacarle a curar a su casa; y viendo que ni por recados ni por papeles tenía respuesta, se valió de un Religioso del mismo convento, diciéndole que Francisco había de ser su marido, y que de esta resolución no le habían de apartar ni parientes, ni amigas, ni el saber que era pobre, ni las indecentes incomodidades en que había vivido, que todo lo sabía; y que, supuesto que el Religioso conocía su calidad y hacienda, hiciese este bien a Francisco de declarárselo de su parte para que tuviese efecto resolución tan justa y honesta. El Religioso se lo propuso; y cuando imaginó que le diera los debidos agradecimientos a una proposición de donde le resultaba conveniencia, la respuesta fue tan ajena de la que se esperaba, que el Religioso no volvió a hablar más en aquella materia. Lo que el demonio perdía en él con los pensamientos que le traía continuamente a la imaginación, lo ganaba en la mujer con las perseverantes instancias que a todas horas y por todos caminos hacía; y fue tal su obstinación en esta parte, que aun después de muchos años de Religioso le sirvió de instrumento en Cuenca para que lograse una de las mayores victorias que hombre jamás alcanzó, como en su tiempo se dirá.

A un mes de enfermo se levantó, convaleciente de su herida, y siempre perseveraba la mujer en que le había de llevar a convalecer a su casa; y le tenía cogidos los puertos de tal suerte, que con nadie hablaba que no le dijese que hacía mal en no admitir un partido tan ventajoso y encaminado a buen fin; pero como sus intentos eran otros, se puso en manos de Nuestro Señor y de su Madre Santísima del Carmen con profunda resignación; y lo que resultó de esta humilde y segura conformidad fue que, con licencia del Padre Maello y de los Religiosos amigos, se salió huyendo de Madrid, pareciéndole que a incendios de esta calidad, el que no pone tierra en medio confía en sí, y el que se confía en sí (como fabrica en falso) es fuerza que se pierda. Partió de Madrid, y anduvo por algunos lugares, hasta que llegó el tiempo de la siega, y en ella adquirió setecientos reales. Sucedió que, estando en un lugar, oyó a un hombre que estaba dando lastimosas quejas, diciendo: Que no había piedad en el mundo, pues otro, a quien debía ochocientos reales, pudiendo irlos cobrando a plazos, le sacaba por justicia una recua que tenía, con que le dejaba sin remedio a él, y a su mujer y a sus hijos, pues con ella era con lo que ganaba de comer para toda su casa. Condolióse Francisco de aquella lástima, tan puesta en razón, y llegándose al acreedor, le dijo: Que tomase luego setecientos reales, y aguardase por los ciento, que no era bien dejar una casa perdida donde había mujer e hijos; y le entregó los setecientos reales que él había ganado con mucho sudor y mucho tiempo; y volviéndose al hombre, que estaba admirado de lo que le sucedía, le dijo: - Amigo, ya es suya la recua; si en algún tiempo pudiere y quiere pagarme, lo haga, que yo voy muy contento de haber servido a Nuestro Señor en algo; y desde allí fue a Villamuelas, en casa de un pariente suyo, donde fue muy bien recibido, y con quien comunicó todas sus tragedias, el cual, lastimado de su poca dicha, y reconociendo que su corta capacidad ayudaría mucho a su corta ventura, le dio una cantidad de dinero para que se socorriese mientras disponía algún modo de vida. Francisco, estimando la dádiva (como era razón), lo recibió y se fue a Ocaña, y desde allí a Cuéllar, pareciéndole que sería bueno volver a trajinar. Como no era el camino determinado, a pocos accidentes que le sobrevinieron se halló sin el embarazo del dinero y pobre y desvalido como de antes; entró en cuenta consigo, y como eran tan grandes los afectos que tenía a la Religión, reconoció que, para conseguir esta dicha, no tenía medios proporcionados, sino al Padre Maello y a los Religiosos amigos del convento del Carmen de Madrid, que le conocía.

3.-Relato tercero.- 

                                        Ya dejamos dicho como nuestro Hermano tuvo una amistad en Cuenca con una mujer principal; y  como la misma mujer, estando herido en el Carmen de Madrid, le quiso sacar a curar a su costa, y que el fin era casarse con él, y con cuánto empeño el demonio la tomaba por instrumento para embarazar su vocación. Ahora, pareciéndole que necesitaba de armas auxiliares, se valió de esta propia mujer como de instrumento de guerra que ha conseguido tantas victorias de nuestra naturaleza; y pasando Fray Francisco en Cuenca por la calle de la Carretería pidiendo limosna para los pobres de la cárcel, empleo en que algunas veces se ocupaba con licencia de su Prelado y Confesor, en compañía del Hermano Portillo, un hidalgo de Villargordo, hombre con quien tenía grande intimidad, porque trataba mucho de espíritu y se ocupaba frecuentemente en estas y otras piedades, el cual habiéndose apartado a pedir la misma limosna por la otra acera de casas, desde una ventana dijo una mujer a Fray Francisco que entrase en el portal de la misma casa por limosna; él lo hizo así, y volviendo a decir la misma mujer desde una sala baja de aquella casa que entrase por la limosna, él entró y se halló con la mujer referida, y al punto que la conoció, sin aguardar más palabra, queriendo volverse, ella se abrazó con él, solicitándole con afectos y palabras, que si en aquel caso fueron excusadas, más lo será ahora el repetirlas. Como nuestro Hermano era hombre de fuerzas, le fue fácil el desasirse de la mujer, pero no de suerte que ella no se quedase con parte de la capa, prosiguiendo sus instancias y a un mismo tiempo procurando él apartarse tirando de la capa para poderse ir. Esto no le fue posible por la tenaz molestia de la inhonesta mujer; entonces, rompiendo el broche, se la dejó en las manos y tomó la puerta. Ella, volviendo en sí o no volviendo, le dio voces para que tomase la capa; él, sin atender a la capa, por no atender a la mujer, se fue corriendo en cuerpo por toda la calle, mirándole todos, como que había perdido el juicio cuando más le había logrado, diciendo repetidas veces: Jesús, María, José, alzando la voz destempladamente. El Hermano Portillo, que salía de pedir la limosna de una casa para irla pidiendo por las otras, viéndole correr de aquella manera, quedó fuera de sí con tan extraña novedad; y Fray Francisco, que le vio, le dijo: Hermano Portillo, vamos presto de aquí a la posada; fuéronse, y en ella fue preciso contarle el suceso, recatando la persona y la casa.

El demonio, habiendo hallado cerrada esta puerta, le quiso entrar por la de la vanidad, y tomando ocasión de que la mujer se había declarado con un hombre principal y dádole la capa para que buscase a Fray Francisco y se la entregase, el hombre, imprudente o lisonjero, pareciéndole que con no declarar la persona estaba todo hecho, llevó la capa al Señor Don Enrique Pimentel, Obispo de aquella ciudad, el cual, queriendo hacer estimación del Siervo de Dios, mandó que viniese a su presencia, y entregándole la capa y rogándole que en sus oraciones le encomendase a Dios, motivó el que toda su familia supiese el caso y que, al irse, los criados se llegasen a él, unos diciendo que era Santo, otros exagerando el suceso, otros encomendándosele, otros queriendo besarle la mano, otros dándole gracias por la victoria conseguida, y alguna falseando el rostro con alguna risa sobre el desacierto de la mujer y sentimientos de menor disculpa que el mismo caso, y todos haciéndole nueva guerra, tanto más exagerada y cruel, cuanto menos era la intención de hacerla; con que nuestro Hermano, reconociendo todos estos escollos, se salió huyendo también del Palacio del señor Obispo y de la ciudad,pareciéndole que en todo peligraba, y que no es consuelo de una herida mortal el diferente nombre del instrumento; con que no se sosegó hasta tomar el puerto seguro de su Religión.

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